Working Title/Artist: Garden of Eden
Department: ESDA
Culture/Period/Location: 
HB/TOA Date Code: 
Working Date: last quarter of 16th century
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Del mal y la libertad humana

Tal vez la realidad del mundo en el que vivimos y la sobreexposición de la guerra y la violencia a la que debemos enfrentarnos cada día, me han llevado a la pregunta por la naturaleza del bien y el mal. Con frecuencia mi atención se concentra en aquellas historias donde el corazón humano se presenta como campo de batalla de la eterna lucha entre estos dos opuestos, y en la academia he buscado las explicaciones, las razones y las imágenes que influyen en la definición de estas categorías en la psique del ser humano y su relación con la divinidad, con la cultura, con la biología y el inconsciente.

La pregunta por los orígenes o la naturaleza de las cosas ha sido una pregunta fundacional de las narraciones religiosas. Así, a su manera, cada religión suele tener narraciones sobre la cosmogonía (origen del universo), la teogonía (origen de la divinidad) y la antropogonía (origen del hombre), donde aparecen relatos e imágenes relacionadas con el bien y el mal. Y el tema, que de por sí no es fácil, se hace más complejo cuando entran en juego nuestras ideas de la divinidad y si interviene o no (y cómo lo hace) en la realidad del mundo.

A esta pregunta filosófica se le conoce como teodicea, una corriente de pensamiento que busca justificar la bondad del Dios bíblico en un mundo plagado de males. La formulación de este problema en relación con la omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia y bondad de Dios se le atribuye al filósofo griego Epicuro; su famosa paradoja nos expone el siguiente dilema:

«¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz?
Entonces no es omnipotente.

¿Es capaz, pero no desea hacerlo?
Entonces es malévolo.

¿Es capaz y desea hacerlo?
¿De dónde surge entonces el mal?

¿Es que no es capaz ni desea hacerlo?
¿Entonces por qué llamarlo Dios?»

Un interesante análisis al respecto es planteado por el teólogo católico Andrés Torres Queiruga, quien en su libro «Repensar el mal: de la ponerología a la teodicea», nos lleva a la comprensión del fenómeno desde la base, es decir, como experiencia común, pues entender que hay mal en el mundo, interpretarlo, nombrarlo, aceptarlo, transformarlo o negarlo, es una experiencia que le acontece a todo ser humano y que va más allá de la fe o las creencias.

Queiruga nos propone entender el mal como un «fenómeno antropológico originario» que se percibe, en la experiencia cotidiana, como algo que «no queremos» y como lo que «no debería ser». En su tratado nos lleva además a la pregunta que se produce en el cristianismo por la incongruencia existente entre un Dios amoroso y salvífico, por un lado, y la realidad del mal en el mundo, por otro.

Las respuestas a este dilema han sido bandera discursiva tanto para quienes niegan la existencia de Dios como para aquellos que le defienden por cometerlo o permitirlo, e incluso, para quienes dicen hacer el mal en su nombre. En últimas, respecto a este interminable y siempre vigente problema, dice Queiruga, estos bandos tienen un punto en común: la idea de que «Dios podría evitar el mal si quisiese».

Volvamos a las narraciones originarias: en el Génesis bíblico, el famoso relato del Jardín del Edén y la trasgresión que Adán y Eva realizan al comer del fruto, dan cuenta del gran regalo que el Creador (Yahvé) le ha dado a su creatura: la posibilidad de decidir. Y, siguiendo esta línea, la idea de un Dios intervencionista resulta incompatible con la autonomía que la libertad le ofrece al ser humano.

Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso - Miguel Ángel.

Esta reflexión debería permitirnos entender entonces que Dios no interviene en el mundo, tal como lo quisiéramos o esperamos, porque su gran regalo es la libertad y que este don de uso cotidiano se constituye como un signo que acompaña nuestro entendimiento sobre las decisiones éticas que tomamos, pues considerar que el mal existe en el mundo «porque Dios lo quiere así» pareciera que nos ha eximido de hacernos conscientes de nuestra responsabilidad al respecto y de las consecuencias de nuestras elecciones.

Ahora bien, si el Dios bíblico ha creado por amor y ha hecho, además, libre a su creación, ¿cuál es entonces, según las Escrituras, el origen del mal? Indagar este tema en el Génesis me ha permitido ver no solo la decisión humana frente al mal, sino también una invitación a encender la consciencia que nos permite reflexionar sobre aquello que denominamos instinto.

Adán y Eva, por ejemplo, expulsados del Edén por trasgredir el mandato y obedecer a la tentación de «ser como dioses» —para saber del bien y el mal— son sacados de un estado primigenio inconsciente (paraíso); abren sus ojos (consciencia) y descubren su desnudez (su humanidad), sin embargo, antes de salir del Jardín, son vestidos con túnicas de pieles hechas por Dios, quien con este gesto les recuerda su bondad y cuidado. Caín, habiendo asesinado a su hermano y derramado su sangre en la tierra es marcado con un signo en la frente que le recuerda su capacidad de decisión, dándole Dios la posibilidad de reflexionar sobre lo hecho. El diluvio, ocasionado por un creador arrepentido de su creación, permite la renovación y la conservación de la vida representada en el par de cada especie y en el justo Noé. Y Babel, la idea de construir una sola verdad hegemónica que, de nuevo, busca conectar al ser humano con el cielo (ser como dioses), es un proyecto fallido frente al que Yahvé prefiere la diversidad de las lenguas, es decir, la diversidad de la vida humana.

Estos pasajes, leídos de manera simbólica y con una tendencia psicológica en la que se evidencia la evolución de la consciencia humana, nos permiten ver varios aspectos importantes que pueden apuntar a una comprensión del bien y el mal desde una profundidad distinta, más consciente y llena de alma. Si el Dios bíblico, a pesar de la decisión tomada, siempre acompaña a su creación con un gesto bondadoso, y, al parecer, decidir entre bien y el mal es una responsabilidad humana donde se pone en juego la intención de «ser como dioses» —con lo que se niega la finitud—, el rechazo del mal, que acecha nuestros corazones, y la opción por el bien es una conquista que exige hacer consciencia.   

Este trabajo, arduo y exigente, nos plantea la pregunta por el mal en nosotros mismos y en nuestra cotidianidad, cuestiona nuestras ilusiones de esperar un bien supremo que venga de afuera y borre los dolores del mundo y nos confronta con la necesidad de reconocer aquello que suele proyectarse en el otro, pues siempre, frente a la pregunta por el mal, será más fácil ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio (Mateo 7,3 y Lucas 6, 41).

El psiquiatra norteamericano Scott Peck afirma que «el principal problema no estriba en el hecho de pecar sino en nuestra negativa a admitir que pecamos». Nuestra propia escisión interna entre el bien y el mal sólo se podrá restaurar cuando reconozcamos la maldad en nosotros mismos, para que surja una nueva dinámica moral que nos comprometa a todas y todos en el trabajo constante por construir la paz.

Según esto, la exhortación individual a la que estamos llamados como humanidad es la búsqueda de una propia decisión ética sin caer en ninguno de los opuestos, ni mucho menos en ideas preconcebidas y estereotipadas, pues si el individuo ignora totalmente su propia capacidad de elección, suele buscar en el afuera —especialmente en las grandes instituciones morales— una respuesta a su dicotomía, pero allí se repiten unas «viejas generalizaciones» en oposición a la experiencia personal, parafraseando al psiquiatra suizo Carl Gustav Jung.

No existe una respuesta única, inequívoca y exacta sobre el problema del mal, pero, retomando a Queiruga, debemos comprender que el mundo jamás será totalmente bueno, estando a la vez convencidos y comprometidos en mejorarlo y hacer el bien, pues, como dirá Manuel Fraijó, «ya no es posible echar la culpa a la serpiente. Ahora entramos nosotros en acción».  

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