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La tentación y la danza: Perelandra de C.S. Lewis

Perelandra (1943) es el segundo libro de la Trilogía Cósmica que escribió C.S. Lewis, la cual comprende además las novelas Más allá del planeta silencioso (1938) y Esa horrible fuerza (1945). Narra el viaje de Ransom al planeta Venus, donde conoce a seres paradisíacos, los primeros habitantes del planeta creados por el Dios Maleldil, quienes no han caído en las tentaciones del demonio. En este sentido se trata de una alegoría del relato del Paraíso y la tentación de Eva en el marco de la ciencia-ficción, y plantea reflexiones teológicas sobre el sentido de la felicidad y el sufrimiento. En esas reflexiones quiero concentrarme.

C.S. Lewis (1898-1963) fue profesor de Literatura medieval y renacentista en la universidades de Oxford y Cambridge. Estaba familiarizado con la interpretación alegórica, la cual era no solamente un modo de comprender sentidos ocultos en las Escrituras Sagradas, sino también de generarlos, como lo hace Dante en su Divina Comedia. De esta manera, el escritor británico desarrolló una obra literaria en la que priman los juegos de correspondencias entre la trama y los personajes narrados con los símbolos primordiales del cristianismo. En Las crónicas de Narnia, por ejemplo, es evidente el uso de los símbolos y mitos de occidente para expresar el sentido de la creación, la caída, la muerte de Cristo y el fin del mundo, en un marco influenciado por la filosofía platónica y por la teología patrística.

A pesar de estar encerrada dentro de un marco alegórico y de ser una novela-tesis, creada para el servicio de la proclamación de una idea, Perelandra tiene fortalezas. Es una obra imaginativa, poblada de animales fantásticos originales y diálogos profundos. Fue altamente valorada por Borges, el cual incluyó la descripción de algunas de sus criaturas en El libro de los seres imaginarios.

La novela gira en torno al tema del libre albedrío: la elección que deben hacer los personajes entre someterse a la voluntad de Maleldil y encontrar la plenitud, o enaltecer su propio yo, rompiendo las relaciones con su entorno.

El desencadenador de la trama es Edward Rolles Weston, un científico que ha viajado desde el planeta Thulcandra (Tierra) para destruir a los habitantes de Perelandra (Venus). El narrador expone las tentaciones de poder y grandeza que hace Weston a los personajes de la obra, especialmente a la Dama Verde, mientras Ransom reflexiona sobre el problema del mal que ya se ha instaurado en la Tierra y se expresa en la guerra y la expansión de la industria.

La Dama Verde, o Tinidril, se ve tentada a ser reina una trágica, una Cleopatra o Madame Bovary. Weston le describe un mundo en el cual todo podría existir para sus caprichos, y así transforma la mente de la Dama en un teatro donde el yo ocupa el escenario principal.

La Dama Verde resiste a las tentaciones de la ciencia y la industria mediante preguntas inocentes ante las cuales el poder es absurdo. Sin embargo, es Ransom el enviado para salvarla –aquí aparece una estructura patriarcal y una metáfora colonial en la que la mujer nativa no puede liberarse por sí misma–, y tiene que enfrentarse a muerte con el científico, hombre a hombre.

La Trilogía cósmica asume que el ser humano ha elegido el mal, como lo deja ver la primera novela. En Perelandra, la Dama Verde y su esposo pueden todavía decidirse por el bien. Ransom viene del planeta silencioso, donde el hombre y la mujer primordiales optaron por la caída, al separarse del sentido y quedar inmersos en consolaciones temporales, en ídolos. El mal entonces fue la separación, lo dia-bólico, lo que divide.

Por el contrario, el narrador entiende la felicidad como la participación en la Gran Danza, estableciendo un mundo de relaciones armónicas con Dios, el ser humano, la naturaleza y los animales. Es el reino de lo sim-bólico, lo que une.

En un capítulo de Perelandra, Ransom se encuentra con las grandes presencias, los eldila o gobernantes angélicos de los planetas que ya ha visitado, Malacandra (Marte) y Perelandra (Venus). El personaje conecta a estas figuras con los dioses de la mitología griega, Ares y Afrodita. Llegan también Tinidril y Tor, la Dama Verde y su esposo, e inician un diálogo en el cual se mezclan las voces y las figuras generando una polifonía que representa la Gran Danza Cósmica y a Dios como el movimiento que hace que toda la creación festeje:

—Cada grano, si hablara, diría: Estoy en el centro, para mí fueron hechas todas las cosas. Que ninguna boca se abra para contradecirlo.

—Cada grano está en el centro. El Polvo está en el centro. Los Mundos están en el centro. Los animales están en el centro. Los pueblos antiguos están allí. La raza que pecó está allí. Tor y Tinidril están allí. Los dioses también.

—Donde esté Maleldil, allí está el centro. Él está en todo lugar. No un poco en un lugar y un poco en otro, sino en cada lugar Maleldil entero, hasta en la pequeñez que desafía la razón.

—Cada cosa fue hecha para Él. Él está en el centro. Porque estamos con Él, cada uno de nosotros está en el centro.

En Perelandra, la felicidad no se busca, se danza. El Dios de la literatura de Lewis es una presencia ineludible, una luz omnipresente que traspasa la materia y los espíritus, y da sentido y belleza a la creación. El escritor británico personifica esta presencia en Aslan, Maleldil o Cristo. Es la fuerza que transforma la vida vegetal en vida animal, la vida animal en vida divina. La voz que crea el Paraíso a través de la música y llama a los seres a que elijan su destino.

Perelandra narra una experiencia mística de entrega y desbordamiento, un gozo que invade los sentidos y la comprensión del mundo. Ransom se sorprende de que los pequeños placeres no estén acompañados por un sentimiento de culpa, sino que son deleites puros. En Perelandra hay exuberancia en el mero acto de vivir, lo que para la raza humana resulta difícil no asociar con actos prohibidos o extravagantes.

Para Lewis, la felicidad no tiene que ver con el saber ni el dominar, sino con la entrega. Ella nunca va a ser completa ni total en un mundo caído. El sufrimiento es parte del juego de la vida, limitada a la temporalidad de los seres arrojados.

Los lectores de Lewis recuerdan que este autor dijo en El problema del dolor que «el dolor es un megáfono a través del cual Dios se hace oír ante un mundo sordo». Con ello no quiere glorificar al sufrimiento, sino encontrarle un sentido. El dolor, bien interpretado, da hondura a la vida, solidaridad con el otro, disposición a la entrega.

Sin embargo, el sufrimiento no es el único camino para encontrar lo Sagrado. En Sorprendido por la Alegría y El peso de la gloria, Lewis escribe que la alegría puede ser un sendero para llegar a Dios. Ella es el impulso que llama al ser humano desde otro lugar, y hacia lo otro. El deseo de la felicidad impide que las personas se estanquen y sus aguas se pudran.

Como los dolores, las pequeñas alegrías son también camino, no llegada; mínimos deleites que Maleldil da a sus criaturas con el propósito de mostrarles el amor. Un amor que acoge, pero también transforma.

El ser humano ha caído y está lejos de la totalidad. Ella no existe sobre la tierra. El hombre es un ser de búsquedas y ausencias. No hay para él felicidad absoluta. Solo fragmentaria, instantes de alegría que lo orientan en territorios desconocidos. Solamente se hará plena cuando las naturalezas heridas sean transformadas.

La felicidad total consiste en la participación de La Gran Danza. La misma Danza invita al ser humano a danzarla. Pero no sólo el hombre sino también toda la creación: planetas, vegetación, ángeles y animales han sido convocados.

Toda la danza, o el drama, o el diseño de esta vida tripersonal, será desarrollado en cada uno de nosotros; o (poniéndolo a la inversa) cada uno de nosotros tiene que entrar en este diseño, tomar su lugar en la danza. No hay ningún otro camino para alcanzar la felicidad para la cual nos hicieron.

La Gran Danza es alegría, pero implica transmutación y muerte. El sufrimiento no se acaba con la entrega terrenal a Maleldil, sino al contrario, es aquí donde el dolor toma sentido y puede transformarse en sendero, dar hondura. Como lo expresa Ransom hacia el final de la Trilogía Cósmica:

Ahora que falta tan poco para que me vaya, todo empieza a parecer un sueño. Un sueño feliz, entiéndeme: todo, hasta el dolor. Quiero saborear cada gota. Siento como si fuera a diluirse si hablara mucho.

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