Muerte1

Vida, muerte, vida

«Cuando os halléis ante la tumba de un ser querido no derraméis lágrimas. Tened siempre presente este gran consuelo: la muerte es la puerta de la eternidad. No existe otra. El ser querido no está muerto. Se transformó en un ser inmortal».

Nikos Kazantzakis. La última tentación de Cristo.

Ya se preguntaba Confucio cómo puede inquietarnos tanto la esencia de la muerte si todavía no sabemos qué es la vida. Y es que ambas, vida y muerte, se constituyen como dos experiencias vitales, inevitables y ligadas entre sí, que han generado, a lo largo de nuestra historia, una serie de preguntas e imágenes en la psique humana tanto individual como colectiva. Su misterio pareciera tan insondable como el mismo misterio de la divinidad, y todavía hoy nos preguntamos qué es la muerte buscando darle sentido a nuestra vida, a nuestra historia y a la de nuestro pueblo, al fin de la materia y a la pérdida de nuestros semejantes.

Aceptemos una sencilla invitación del mitólogo y estudioso de las religiones Joseph Campbell, quien nos propone imaginarnos el momento primigenio en la historia en el que la horda primitiva experimentó la muerte. Aquello completamente desconocido, ajeno y alejado de la fuerte energía de la vida se presentaba por vez primera a la apenas naciente consciencia de nuestra especie, dejando la huella de aquello «otro» y la posibilidad de la imagen, de la pregunta por el «fin último».

Posteriormente, para las culturas ancestrales y primitivas, el final de la vida estaba no solo escenificado en la muerte del prójimo sino también en los ciclos de las estaciones y sus afectaciones a la naturaleza. Así, el otoño, siendo antesala del inerte invierno en el que los cultivos dejaban de producir alimento, se constituía como una estación de transición que debía ser sacralizada, pues una de las funciones del mito y del ritual ha sido, precisamente, en términos psicológicos y siguiendo a Campbell, la de dar apoyo al ser humano en los momentos de paso, cambio y transición, guiando al individuo y al colectivo a través de las diferentes etapas de la vida.

Recordemos el relato griego de Deméter y el rapto de Perséfone, cuya dinámica da cuenta del ciclo vida-muerte-vida y los orígenes de celebraciones como Halloween —«All Hallows’Eve» o víspera de todos los santos—, que tiene sus raíces en el ritual celta denominado Samhain que celebraba el fin del verano y la llegada del otoño. También el 1º de noviembre y la conmemoración del Día de Todos los Santos en la Iglesia Católica y el Día de los Muertos según la tradición mexicana, nos hablan de este ciclo. Y el Día de los Fieles Difuntos o la celebración de Diwali en la India, que anteriormente era la fiesta de la cosecha dan cuenta de este tema arquetípico. Estas fechas, solo por mencionar algunas que se unen en los meses de octubre y noviembre, se nos presentan como celebraciones que invitan a la ritualización del ciclo vida-muerte-vida, a la recordación de nuestras raíces, de nuestras historias y de nuestros ancestros y ancestras, a honrar el paso por la tierra de todos quienes la han pisado y a la contemplación del misterio que allí se encierra.  

Gran fandango y francachela de todas las Calaveras - José Guadalupe Posada

La muerte es entonces una realidad en términos físicos para todos los seres vivos, pero, a pesar de esta racional comprensión y de su definición bien elaborada en diccionarios y libros, dada nuestra capacidad de simbolizar —de hacer imágenes en términos psicológicos— esta experiencia significa mucho más que «el fin de la vida». La permanente presencia de mitos, creencias y emociones producidas por su idea nos permiten comprender, incluso, que su devenir no sólo se experimenta una vez, sino que, por el contrario, vivimos más de una «muerte» en nuestro trasegar interno en este mundo externo. Siempre estamos perdiendo algo. Un diente, un cabello, una uña, un sueño, una idea, un amor o una creencia. Y con el perder abonamos la tierra de la renovación y de la nueva vida.

Sin embargo, si el pensamiento actual considera a la muerte como una «cosa», una cosa ajena, fría, alejada de todo ritual y racionalizada, haremos de ella un aspecto sombrío que ha de ser rechazado, lo que no significa que no se viva inconscientemente. Podemos entender esta «cosificiación» y negación como una excesiva necesidad del ego racional de tener el control absoluto de la vida, lo que ha de combatir constantemente con la particular inevitabilidad de la muerte, la enfermedad y el envejecimiento, propios de la especie humana. Pero negando la muerte se niega la vida y la fragilidad del ser humano que ha de entregarse a una voluntad que no le es propia.

El exceso de energía que se ha constelado en los últimos años en los ideales de juventud, en la exclusión de la muerte y en la negación de lo terrible e incomprensible, ha parido un ser humano desligado de la sacralidad de la vida y del misterio de la muerte. Dice la analista junguiana Sallie Nichols que «mientras no podamos comprometernos totalmente con la muerte, nunca nos sentiremos realmente comprometidos con nuestra vida. Seguiremos siendo esclavos ligados al cuerpo, atrapados en una cotidianidad egocéntrica», pues aceptar la muerte como parte de la vida, es convertirse en realmente vivo. Con la —cada vez más intensa— separación de la consciencia racional del ritual y de la religión organizada, los rituales de enfrentamiento con la muerte se han perdido y, siguiendo a Nichols, «como la idea de la muerte es demasiado monstruosa para hacerle frente en soledad, recientemente la hemos escondido bajo la alfombra».  

La escatología, como rama de la teología que estudia las realidades últimas, tiene elementos importantes para aportar a este tema, pues las nociones que nos han brindado los sistemas mitológicos y religiosos acerca de la vida y la muerte tienen importantes consecuencias psíquicas e incluso comportamentales en los sujetos de una época y una religión o creencia determinada. Así, por ejemplo, para los hinduistas, y debido a su escatología y a su concepción circular del tiempo, el sentido de la vida ha de significar algo distinto que lo que significa para el cristiano occidental, pues la reencarnación construirá en la psique individual y colectiva una imagen relacionada con aquella «eterna eternidad» de este tiempo cíclico, lo que generará una experiencia particular en la cotidianidad y por ende en su actuar en el mundo, su interrelación consigo mismo, con el lugar que habita y con el otro con quien coexiste. Dicho esto, podemos comprender cuán diferentes serán las imágenes que han de consolidarse en la psique del cristiano occidental, cuyo sistema de creencias e imágenes difieren de las orientales en su percepción del tiempo —lineal y no circular— y de la resurrección en vez de la reencarnación.

Evidentemente, esta reflexión en torno a la muerte y sus rituales dista mucho de ser una estricta comprensión teológica sobre la escatología, pues esta nos exigiría caminar despacio por las imágenes del Sheol de la Thorá, preguntarnos por el sentido de la Parusía o advenimiento de Jesús, analizar la literatura apocalíptica y el sentido del final de los tiempos, visitar de nuevo las imágenes creadas en torno al cielo, el purgatorio y el infierno y volver a comprender la resurrección de los muertos, entendida a la luz de la resurrección de Cristo y la predicación del «Reino de Dios», un concepto que nos invita a establecer la conexión entre la vida y la muerte, a la vez que nos exige ser activos en una realidad en la que la divinidad está presente en el todo y donde el Reino, como dirá el Evangelio de Lucas, «no se producirá aparatosamente ni se dirá: `Vedlo aquí o allá’, porque, mirad, el Reino de Dios ya está entre vosotros», lo que nos permitiría abrazar la inmortalidad del alma del mundo —incluída la nuestra— para maravillarnos de nuevo con el milagro incesante de la vida, muerte, vida.

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