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Adviento: a la espera del Dios encarnado

La liturgia de las distintas comunidades cristianas es una intrincada red de símbolos, signos, gestos, palabras dichas y cantadas, entre otras cosas, que componen los ritos de las celebraciones religiosas del misterio de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Los primeros cristianos se reunían básicamente en torno a cuatro actividades: recibir instrucción en la nueva fe (didaché), compartir los bienes y la vida (koinonía), servirse unos a otros en sus necesidades (diakonía) y orar (leitourgía). Su oración estaba influenciada por la herencia del judaísmo. Las escrituras sagradas judías poco a poco empezarán a ser leídas y re-escritas a la luz de las palabras y las obras de Jesús de Nazareth y el anuncio hecho por los apóstoles. Y esas nuevas escrituras, que beben de la tradición judía, se convierten a su vez en la fuente de los cultos cristianos. La fe que se recibe como instrucción también se proclama y se festeja.

Con la expansión del cristianismo por todo el imperio romano, los ritos de las comunidades cristianas empiezan a tomar expresiones de otros contextos y tradiciones culturales como las griegas y las romanas particularmente, y otras del norte de Europa y el Asia Menor. Así por ejemplo, los cambios de las estaciones, que eran también celebrados por culturas más antiguas, reflejan la admiración y el respeto hacia la naturaleza como fuerza que esconde el misterio de la vida.

Al integrarse en las culturas, el cristianismo descubrió en esas celebraciones de los ciclos de la naturaleza una semilla del mismo misterio que ella proclamaba. La celebración de la Navidad, por ejemplo, se instaura en la misma fecha en que el Imperio Romano celebraba la fiesta del «Sol Invictus» en el solsticio de invierno (Diciembre). Lo mismo sucede con la Pascua y la primavera, y podríamos añadir el Adviento y el fin del otoño. Mi amigo franciscano Adolfo Navarro, publicó una foto en Instagram esta bella reflexión sobre esta época del año:

 
 
«Si abro mis ojos, ¿qué veo? Árboles que parecen muertos pero están dormidos, un tapiz de hojas muertas mezcladas con nieve, ardillas y otros animales que salen a buscar los últimos remanentes de frutos y vegetales, incluso nuestros cuerpos quieren dormir más y acurrucarse  al calor de la chimenea.
Lo visible nos habla de algo más allá de la experiencia de los sentidos. Este es un tiempo para adentrarse. Sin importar las diferentes tradiciones, este es un tiempo que habla de esperanza. La muerte y la vida se mezclan, todo duerme a nuestros ojos, la Madre Tierra contiene en su vientre a su hijo, que volverá a renacer en un nuevo ciclo. 
Por ahora todo duerme, y nosotros con él, en el vientre tibio de La Madre, mientras esperamos por el ciclo de la vida y la naturaleza  que hable de nuevos tiempos, lleno de vida y luz».

El tiempo de Adviento coincide con la finalización del otoño y el inicio del invierno, pero sobre todo este tiempo litúrgico adquiere su relevancia como preparación a la Navidad que celebra el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios. Nos dice el historiador de la liturgia Mario Righetti que la referencia más temprana que se ha citado sobre el Adviento es de San Hilario, quien refiere las Actas del 1er Concilio de Zaragoza (en las Galias – 380 d.C) donde se recomienda «que ninguno falte a la Iglesia las tres semanas que preceden a la Epifanía» como una primera instrucción precisa de observar este tiempo como preparación a la fiesta de la Navidad y la Epifanía. Más tarde, San Gregorio de Tours (594), señala una tendencia a asimilar esta preparación de la Navidad con la Cuaresma, es decir, como tiempo de ayuno y penitencia. Aunque no hay una fecha exacta de la instalación de este tiempo litúrgico, Callewaert sugiere que fue el papa Gelasio (496) quien organiza la celebración del Adviento en el mes de diciembre, orientada a la venida de Cristo. Por su parte, el liturgista Peter Siffrin, por otra parte, le da el crédito al Papa Simplicio, quien entre el 471 y el 483, introduce el ciclo de los domingos de Adviento (Historia de la Liturgia, Tomo I).

Podríamos decir entonces que la característica del tiempo de Adviento es la espera, una dimensión de la vida que pocas veces exploramos o analizamos. Si nos diéramos cuenta de cuántas cosas esperamos a diario, podríamos decir que «esperar» es parte esencial del acontecimiento de vivir. Algunas esperas son conscientes, otras no. Esperamos que amanezca para levantarnos de la cama, esperamos que pase el bus o el metro, esperamos que se abra la puerta del ascensor, esperamos que llegue la hora de salir del trabajo, en fin, esperamos. Pero hay esperas más determinantes en la vida, como la espera de una mamá gestante, la espera del que envió una solicitud de trabajo, o la espera de unos resultados de laboratorio.

Detrás de la espera como actitud vital reside la inconformidad por algo que se anhela y no se ha alcanzado y se sigue deseando; la insatisfacción y el deseo de algo mejor son características de la condición humana. Ese anhelo existencial tiene expresiones en todas las dimensiones de la vida social e individual. La espera se hace imagen, poesía y música, se vuelve proyecto y acción política, se torna en reglas y normas morales. Esa dimensión existencial tiene un correlato en la espiritualidad, y es precisamente el tema general del tiempo litúrgico de Adviento.

La Navidad, en últimos términos, es la celebración del misterio de la encarnación de Dios. Según la fe cristiana este es un misterio ya realizado. Aun así, y de acuerdo a las palabras de Jesús recogidas por los Evangelios, los cristianos esperan una segunda y definitiva manifestación de Jesús. Dentro de la amplia gama de matices que esta esperanza tiene en las distintas comprensiones teológicas y espirituales (si se cree o no en una venida literal de Jesús al mundo o si se piensa en ella como un evento más de carácter existencial que ocurre día a día), el cristianismo recoge, en la celebración litúrgica de Adviento, esa característica de la condición humana que espera algo mejor, algo que transforme la vida, algo que dé plenitud y sentido a la existencia.  

En las semanas previas a la celebración de la Navidad, nos adentramos en una dinámica de expectativa. Por ser un tiempo litúrgico está cargado también de elementos simbólicos como textos proféticos, la corona de adviento, el color púrpura, entre otros. Las lecturas de las Sagradas Escrituras de esta época son tomadas de las profecías de Jeremías, Baruc, Sofonías y Miqueas, que hacen referencia a la espera de la llegada del Mesías (Ungido), quien viene a establecer la paz y la justicia. La corona de adviento es el símbolo que conecta el movimiento de la naturaleza con la restauración de la vida en la llegada de la primavera y la luz del sol. Los himnos que se cantan y se rezan están saturados de las palabras «Ven», «Luz», etc.

Esta no es una espera pasiva o infructuosa, tampoco es una actitud que aliene y enceguezca ante los males del mundo. Los cristianos vamos jalonando el curso de la historia haciendo lo posible para que este mundo sea un reflejo de la presencia del Dios que se ha encarnado en Jesús. Pero también aceptamos el reto de ese mismo Dios que nos invita a confiar en su presencia, en su ayuda y en su compañía. Es un reto de ida y vuelta: mientras esperamos, actuamos; mientras aguardamos, hacemos. Esta tensión dirige la historia de la vida cristiana, en lo comunitario y en lo personal. Por eso el Adviento se convierte en espacio para recordar que mientras luchamos por vivir una mejor vida, una familia y una sociedad mejor, la creación en general y cada vida en particular, no fue tirada al azar a la existencia sino que fue creada por y para el amor. Puesto que ya sabemos qué es lo que esperamos, pero no sabemos cuándo llegará de manera definitiva, el Adviento nos recuerda que todos los seres humanos somos, por naturaleza, seres de esperanza.

Un aspecto interesante de este tiempo litúrgico es que no tiene nada de comercial, por lo tanto puede pasar completamente desapercibido. Aún así, su fuerza se desprende de los símbolos que dan voz a las más profundas esperanzas humanas. Ya que los momentos de espera se pueden volver angustiosos, es necesario hacer de esa actitud existencial un rito, primero para quitarle la pesadez y llenarla de esperanza y gozo, segundo, para celebrar esa tensión que se hace realidad en la vida y palabras de Jesús, quien nos invita también a encarnarlo a Él y su proyecto del Reino de Dios. Ese es, entre otros, el sentido profundo del Adviento

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