El-fariseo-y-el-publicano

UNA IMAGEN DISTORSIONADA. XXX Domingo del tiempo ordinario

La parábola que escuchamos en el Evangelio de este domingo (Lucas 18: 9-14) expone dos actitudes: por un lado, tenemos al fariseo, lleno de sí mismo, arrogante, presentando sus credenciales frente a Dios y despreciando a los otros por no ser tan santos como él. Por otro lado, tenemos al publicano, quien simplemente pide perdón delante de Dios. 

A primera vista diríamos que la arrogancia del fariseo es una actitud despreciable. Pero ¿qué esconde la arrogancia? Podríamos definirla como un defecto del carácter, por el cual una persona compensa, con desprecio hacia los demás, sus miedos y carencias no asumidos. En realidad, una persona arrogante es una persona que tiene una imagen distorsionada de sí mismo. Incapaz de reconocer su necesidad de ayuda, su debilidad, en fin, su condición humana frágil, se pone como medida de juicio hacia aquellos que son extraños, porque no se comportan como a él o ella le parece. 

Lo que hace peor el cuadro de esta parábola es que el fariseo utiliza la religión, o por lo menos el cumplimiento de ella, como una excusa para despreciar al otro. No le basta con inflar su ego, sino que además mira al otro con desprecio: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, adúlteros, injustos; ni como ese publicano.”

El drama del fariseo es que no solo tiene una imagen distorsionada de sí mismo sino también de su relación con Dios y por lo tanto con los demás.

El drama del fariseo es que no solo tiene una imagen distorsionada de sí mismo sino también de su relación con Dios y por lo tanto con los demás. Se supone que las normas religiosas, que tan orgullosamente enarbola como motivo de su perfección (ayuno y diezmo) lo hagan cercano y solidario con los demás. Por el contrario, por esa forma distorsionada como ve la religión, este hombre se aleja de los otros y los deprecia con sus estándares de perfección y santidad.

Nos podría pasar a nosotros lo mismo. Escudarse en la religión o en la ley, la norma, las buenas costumbres, o un sinnúmero de excusas para despreciar a los otros, para alejarnos de aquellos que tal vez no piensan, ni actúan, o no se comportan, como nosotros es tan fácil como decir quién es bueno y quién es malo.

La pregunta que me sugiere esta parábola es: ¿quién soy yo delante de Dios? ¿Cómo me veo o cómo me presento delante de Él? Desde allí podremos descubrir entonces que la persona que está a mi lado es una que tal vez está lidiando con sus propios problemas y dificultades. O que aquel a quien tanto critico, también tiene sus aprietos y complicaciones en la vida contra los que está luchando.  

Una mirada más honesta a nuestra miseria nos ayuda a ser solidarios y comprensivos con los demás.

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