Teofanía en Mambré

No pases junto a mí sin detenerte. XVI Domingo del Tiempo Ordinario

El calor hace que todas las cosas se detengan un poco, que nos sintamos cansados y que las fuerzas se acaben más rápido. Este fin de semana estamos experimentando una ola de calor en muchos estados de los Estados Unidos, y según los reportes de las agencias especializadas, este verano las temperaturas han subido en 1.7 grados con respecto al año anterior. El aire es pesado y el calor, inclusive, puede ser peligroso. Hay que estar alerta. Pero sobre todo, hay que bajar el ritmo.

En contraste con este fenómeno climatológico, vivimos en un mundo que no para, que está constantemente moviéndose a un ritmo frenético. Palabras como “eficacia”, “eficiencia” y “productividad” se han vuelto sinónimos de una vida feliz, placentera y llena de sentido. Pareciera ser que el ritmo del mundo en el que vivimos exige no parar, no detenerse, no perder tiempo, no quedarse atrás.

Este afán por ir al ritmo, por no perder el paso, de vivir de carrera en carrera, nos conduce a una aceleración tiránica que nos arrebata la capacidad de admirar, de meditar, de silenciarnos, de detenernos por un momento para apreciar las cosas importantes, para valorar las personas que están a nuestro alrededor, para concluir experiencias, para cerrar ciclos y empezar nuevos, para determinar qué es y qué no es importante.

El filósofo alemán nacido en Corea Byung-Chul Han, reflexionando un poco sobre este asunto, dice que la sensación de que el tiempo pasa más rápido se debe a que todo se ha acelerado hasta el punto de perder conexiones, de manera que nada deja huella porque todo es temporal, es pasajero, es desechable. La aceleración de la vida nos va quitando la capacidad de encontrar anclas y raíces para las cosas y las experiencias, que son necesarias para encontrar el sentido de ellas. Así se expresa el filósofo:

“La falta de gravitación (aceleración) hace que las cosas solo se rocen superficialmente. Nada importa. Nada es decisivo. Nada es definitivo. No hay ningún corte. Cuando ya no es posible determinar qué tiene importancia, todo pierde importancia… la inconclusión se convierte en un estado permanente” (El aroma de tiempo: un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse). 

Este afán por ir al ritmo, por no perder el paso, nos arrebata la capacidad de detenernos por un momento para apreciar las cosas importantes, para valorar las personas que están a nuestro alrededor, para determinar qué es y qué no es importante.

Este fin de semana tenemos dos lecturas que se aproximan a este asunto de manera narrativa. Tanto en la primera lectura (Génesis 18:1-10) como en el evangelio (Lucas 10:38-42) se invita a detenerse, a parar por un momento.

El relato de la encina de Mambré cuenta que Dios se le aparece a Abraham en forma de tres forasteros que pasan por su tienda “a la hora del calor más fuerte”. Abraham, como era costumbre en la hospitalidad de los habitantes del desierto, los invita a que se detengan, se refresquen y cenen con él. La visita se convierte en el anuncio de una noticia que va a cambiar su vida: el nacimiento de su hijo.

En el evangelio tenemos otra escena, esta vez son dos hermanas las protagonistas, que atienden en su casa a su amigo Jesús. Marta se agobia con todos los quehaceres, tal vez tratando de ser una muy buena anfitriona. María simplemente disfruta la compañía del amigo. Jesús lo nota y, ante la queja de Marta, la invita a detenerse por un momento y aprender de su hermana que “ha elegido la mejor parte”.

Ambas lecturas apuntan a un elemento común: la necesidad de detenerse. El agobio del calor, del viaje, del entorno árido, hace que los visitantes de Abraham atiendan con agrado su invitación a “detenerse, lavarse los pies y descansar a la sombra de los árboles”. Por otra parte, el agobio de los quehaceres, de las tareas y las responsabilidades hacen que Marta se queje y que Jesús la rete para que se detenga por un poco y atenderlo a él, más que atender a las cosas que tiene que hacer.

La vida espiritual requiere esos momentos detenidos, suaves, sosegados. En ellos aprendemos a apreciar el valor de las cosas porque nos permiten digerir los acontecimientos para encontrar su sentido. Cuando la vida se hace imparable, las cosas pasan desapercibidas y las personas despreciadas. Entonces vivir se vuelve una carga, una angustia, una obligación desprovista de valor.

Para recuperar el sentido es necesario detenernos, aprender a descansar sin hacer nada, a estar en compañía de aquellos que amamos o tal vez solos, a caminar sin controlar el tiempo, a charlar sin mirar el reloj o el celular.

Invitados por Jesús, y tal vez forzados por el calor de este fin de semana de verano, hoy nos detenemos un poco para dejar que la vida fluya, para mirar lo que va pasando a nuestro alrededor con vigilancia y reposo, para prestar atención a las emociones, sensaciones, pensamientos y movimientos del corazón, para escuchar las buenas noticias que Dios nos trae en su visita a nuestra vida, de manera que podamos elegir la mejor parte.

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