orar 3

“Pedir como hijos”. XVII Domingo del tiempo ordinario.

Una de las cosas más interesantes y misteriosas del ser humano es que somos criaturas carentes y necesitadas. Suena extraño, pero así es. Tal vez somos las únicas criaturas del universo que tenemos conciencia de nuestras necesidades. Al darnos cuenta de ellas, reconocemos que somos dependientes, que no nos bastamos a nosotros mismos para vivir.

Reconocerlo también nos hace mover, buscar otras alternativas, pedir ayuda, esforzarnos, mirar hacia otros horizontes.

En la vida espiritual, el dilema de nuestra insuficiencia nos abre a un aspecto humano fundamental: somos seres en relación con otros. Descubrimos que sólo podemos resolver tal dilema nuestras en la medida en que nos relacionamos con los demás.

El evangelio de este domingo (Lucas 11:1-13) nos aproxima a este asunto al abrirnos a la identidad como hijos e hijas.

Jesús, respondiendo a la pregunta de sus seguidores sobre cómo orar, les enseñó a hacerlo, no con una fórmula para repetir sino con un modelo de relación. Jesús invita a sus amigos a que traten a Dios como él mismo lo trata, como hijo. El evangelio de Lucas presenta a Jesús como un hombre orante, que se aparta constantemente para tener intimidad con Dios, su Padre, para suplicarle y darle gracias. Sus discípulos ahora tienen la oportunidad de compartir esa experiencia al dirigirse a Dios en oración llamándolo Padre Nuestro.

Lo particular de la versión de Lucas del Padre Nuestro es que pone un énfasis en la oración como petición, con la nota final del amigo inoportuno y la invitación a pedir, buscar y llamar a la puerta. Para reconocer a Dios como Padre es necesario también reconocerse como hijo o hija, como seres necesitados, carentes, que no se bastan a sí mismos para resolver todas sus necesidades en la vida.

La oración del Padre Nuestro quiere poner a los discípulos en una perspectiva providente de la vida, es decir, reconocer que no somos criaturas abandonadas a nuestra suerte en el mundo y que no todo depende de nosotros, sino que Dios se manifiesta en nuestra vida, de muchas maneras y a través de distintas personas, cuando le suplicamos confiadamente.

La oración del Padre Nuestro sigue una fórmula muy propia de las oraciones judías: en la primera parte se reconoce y se bendice a Dios como ser supremo, deseando que Él tome el control del destino de los seres humanos, porque si es Padre, quiere lo mejor para sus hijos. Pero también esta parte nos hace caer en cuenta de la soberanía divina, por lo tanto nos aparta de cualquier arrogancia o deseo de manipular su voluntad para obtener lo que pedimos. No es una transacción, “yo hago esto o te doy esto y tú me das esto”, sino un reconocimiento sencillo y humilde de que Dios es bondadoso y amoroso y que de Él sólo proceden cosas buenas (aunque no seamos capaces de distinguirlas).

La oración del Padre Nuestro quiere poner a los discípulos en una perspectiva providente de la vida, es decir, reconocer que no somos criaturas abandonadas en el mundo a nuestra suerte y que no todo depende de nosotros, sino que Dios se manifiesta en nuestra vida para darnos lo que necesitamos.

En la segunda parte se reconoce la dignidad de quien ora: somos hijos y necesitamos de su asistencia y presencia para vivir. Por eso se pide el pan, la reconciliación con Él y entre nosotros, y la salvación del mal como aquello que estropea el deseo salvífico de Dios. Sin arrogancias ni condiciones, sólo reconociendo la necesidad y la fragilidad humana.

Jesús invita a sus discípulos a pedir, pero no de cualquier manera. Les enseña a pedir como hijos.

En la primera lectura (Génesis 18:20-32) vemos un modelo de súplica en el diálogo de Abraham con Dios. Abraham regatea el castigo para la vil e inhospitalaria ciudad de Sodoma. Sabe que Dios hace justicia, pero intercede por aquellos que no obraron mal para que sus vidas sean salvadas. De alguna forma pareciera que Abraham tratara de manipular el designio divino para salvar a su sobrino y su familia. Su oración es de angustia, de urgencia, casi que de pavor por lo que pueda ocurrir.

Por otra parte, Jesús quiere que sus seguidores se reconozcan hijos e hijas, carentes y necesitados pero también dignos y escuchados, reconociendo que tenemos un Padre que sabe dar cosas buenas a sus hijos. San Pablo, en la segunda lectura (Col 2:12-14) nos da pistas de esta dignidad al entender la muerte de Jesús como la posibilidad de ser salvados de cualquier condenación, porque Dios, que es Padre bueno, no quiere condenar sino salvar: “(Dios) anuló el documento que nos era contrario, cuyas cláusulas nos condenaban, y lo eliminó clavándolo en la cruz de Cristo”.

Toda búsqueda obtiene un encuentro, toda petición recibe una respuesta, todo esfuerzo encuentra un resultado. Las necesidades pueden ser agobiante, sobre todo cuando están relacionadas con la supervivencia. Pero cuando las enfrentamos se abre para nosotros la puerta de la gratuidad, al reconocer que Dios cuida de nosotros y está atento y nuestros apuros y penurias. Entonces la experiencia de ser hijos e hijas comienza a tener sentido, no desde la carencia sino desde el amor recibido.

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