indiferencia (1)

Desconexiones. XXVI Domingo del tiempo ordinario.

Me gusta seguir por las redes los recorridos que hace el Papa Francisco alrededor del mundo, porque le gusta reunirse con gente sencilla, ordinaria, que no son famosos o muy visibles pero que hacen cosas extraordinarias. Como en el caso de su reciente visita a Madagascar donde se reunió con un compatriota suyo, el sacerdote argentino Pedro Opeka, que lleva más de 40 años trabajando en la isla de Madagascar y ha transformado la vida de miles de habitantes de la isla. Lo ha logrado empoderando a la gente, organizando comunidades para que trabajen juntos para salir adelante, animándolos a superar la miseria en la que estaban acostumbrados a vivir. Ahora, este sacerdote está sonando para ganarse el premio Nobel de la Paz.

A veces es abrumador ver tanta gente en la calle, y podríamos tener mil excusas que justifican nuestra indolencia frente a ellos: que trabajen, que se ganen el sustento como lo hace todo el mundo, que no des un pez sino que enseñes a pescar, que esto, que aquello, que lo otro. En realidad no se trata solo del pedazo de pan, la moneda, el regalo de navidad en los barrios pobres, etc. Es algo más que el asistencialismo lo que nos piden los pobres.

Durante dos semanas, las lecturas dominicales nos hablan de un cuidado especial por los pobres, del apego a los bienes materiales, de la importancia de la solidaridad y la generosidad como valores fundamentales del evangelio. Ellas no tratan de promover el asistencialismo. El evangelio, y todas las lecturas de este fin de semana, advierten sobre algo más.

Este domingo nos encontramos con otra parábola, la historia del rico y Lázaro (Lucas 16:19-31).

Ambos personajes sufren una condena, una situación precaria que nadie desearía en su vida: la miseria, el uno, y una suerte de condenación eterna, el otro. La diferencia es que la situación precaria de Lázaro pudo haber sido aliviada por el rico, mientras que lo contrario no sería posible. Pero continuemos porque el asunto va más allá.

El rico, completamente satisfecho en sus necesidades, se vuelve ciego ante las necesidades de otro habitante de su casa, Lázaro, que, echado en la puerta, espera recibir algo de comida.

El problema que plantea la parábola no es la riqueza. Se trata de la total desconexión entre las dos personas, originada por una autosuficiencia ficticia que produce el dinero. Autosuficiencia que lleva a la indiferencia; indiferencia que produce abandono; abandono que produce la muerte.

Hay una desconexión profunda entre ambos personajes. El rico ignora por completo a Lázaro, solo cuando puede ser útil recuerda hasta su nombre. Al rico no le interesa Lázaro, sus sufrimientos, sus carencias, solo le importa que lo pueda ayudar para aliviar el dolor que está sintiendo.

El problema que plantea la parábola no es la riqueza, no es ni siquiera que el hombre no le haya dado comida a Lázaro. Se trata de la total desconexión entre las dos personas, originada por una autosuficiencia ficticia que produce el dinero, las riquezas y las posesiones. Autosuficiencia que lleva a la indiferencia; indiferencia que produce abandono; abandono que produce la muerte.

Nos movemos entonces entre las ayudas asistenciales que calman la necesidad por un momento y la indiferencia de quienes no sólo no hacen nada sino que además no les importa. Muchas veces tranquilizamos nuestra conciencia dando una moneda, un pedazo de pan, una prenda de vestir a alguien que lo necesita. No habría que dejar de hacer esto. Pero lo que el evangelio denuncia es el olvido del otro, que es una condena a muerte. Cuando el otro no es visible, no se reconoce o no se identifica, simplemente no existe, y ese es el drama de millones de personas en este mundo: son invisibles.

En la parábola, Abraham invita al rico a escuchar las enseñanzas de las Escrituras  para descubrir la forma de solucionar su sufrimiento, que no es otro que el dolor de haber sido olvidado, de no contar, de no ser nadie. Lázaro ya lo había vivido. El mensaje de la Ley y los Profetas es, en el fondo, una invitación a la solidaridad desde el reconocimiento del otro como hermano, desde el reconocimiento de su dignidad perdida por causa de las injusticias y la desigualdad.

Por eso el mensaje del Reino de Dios va más allá de la asistencia. Se trata de la construcción de una comunidad, donde nadie sea un extraño, todos compartan y se asistan en las dificultades. Los que viven en el reino son hermanos y hermanas, que tienen nombre y se conocen, que saben de las carencias de los demás y hacen todo lo posible por aliviarlas, pero que también celebran juntos y comparten el destino de la vida. 

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