habacuc

VIVIR POR LA FE. XXVII Domingo del tiempo ordinario

En mi parroquia constantemente escucho expresiones como: “Padre, necesito más fe”, “Padre, tengo una fe muy débil”, “Padre, no me alcanza la fe”.  Me pregunto entonces qué significará para nosotros la fe. Solemos pensar en ella como un objeto, como algos que se puede medir o pesar. Creo que las lecturas de este fin de semana nos pueden ayudar a aclarar un poco este asunto.

En el evangelio (Lucas 17:5-10) tenemos dos dichos de Jesús que, a primera vista, parece que no tienen ninguna conexión: la respuesta a la petición de los discípulos de aumentar su fe: “Si tuvieran, aunque fuera tan pequeña como un grano de mostaza”. Y la amonestación a sus discípulos acerca de no esperar felicitaciones o premios por cumplir con el deber.

Vamos con el primer dicho. En la primera lectura, el profeta Habacuc (1:2-3.2:2-4) siente que Dios no le presta atención a sus suplicas, que fue abandonado a sus propia suerte y que la violencia, la rebelión y el caos que lo rodea está acabando con la vida de todos. Dios le responde con una profecía que debe proclamar: “El malvado sucumbirá sin remedio, mientras que el justo vivirá por la fe”.

Habacuc, en medio del caos político de su tiempo, del aparente triunfo de los opresores, se siente abandonado porque no cree que sus oraciones son escuchadas. Pero Dios le hace una promesa (en forma de profecía). El profeta tiene que escuchar, tiene que estar atento a la voz de Dios que habla en medio del caos, de la violencia y de la maldad. La esperanza del justo está puesta en Dios; su vida y su bienestar no dependen de cuán poderoso o violento sea, ni del dinero que ostente o los recursos que utilice para alcanzar la paz.

Para comprender mejor esta profecía “El justo por la fe vivirá” es necesario tener los ojos, los oídos y el corazón abierto para percibir su presencia; estar despojado de grandes pretensiones y altivos intereses. Es una invitación a la confianza en Dios como un don que Él mismo regala, pero que empieza cuando percibimos sus acciones en favor nuestro, en medio de lo caótica que puede ser la vida.

Vivir por la fe es participar activamente del don que Dios nos regala. Es poner lo poco que nos toca: oídos abiertos, ojos despiertos, corazón atento, para que nuestra vida sea transformada.

En el evangelio, por otra parte, los discípulos le piden a Jesús: “Aumenta nuestra fe”. Jesús los invita, nuevamente, como Dios al profeta, a percibir, a caer en cuenta, a ver en los signos (milagros, curaciones, exorcismos, etc.) que Él mismo ha realizado como una manifestación de  la presencia de Dios que transforma y regenera. Esa presencia que es capaz de cambiar la vida de las personas de manera tan radical como si un árbol fuera arrancado de su raíz y plantado en el mar. Al recibir el don de la fe (que viene por el oír, dirá San Pablo), los discípulos serán transformados de manera radical.

Esa transformación no se da solo por nuestro esfuerzo de cambiar, por el deseo o el afán que tengamos de acomodar o eliminar algo de nuestra vida. Creo que ya nos hemos dado cuenta de que la buena voluntad no es suficiente. La transformación es posible porque Dios, que es la fuente de toda vida, de toda transformación, quiere recrear constantemente nuestro ser. La creación, en general y la propia, no es un evento del pasado o terminado. Dios Padre nos regala vida en nuevas formas, en nuevos modos, en nuevos colores y perspectivas. Ese es su trabajo. El nuestro, estar atentos, abiertos, expectantes para acoger esa transformación.

Por lo tanto, la respuesta de Dios al profeta Habacuc, así como la respuesta de Jesús a la petición de los discípulos nos abre al don de la fe como regalo providencial de lo Alto. Todo lo que alcanzamos o logramos por causa de la fe no es simplemente fruto de nuestro esfuerzo, sino que es regalo de Dios. Nos corresponde a nosotros abrirnos, escuchar, estar atentos; ese es el trabajo de los siervos que hacen lo que les toca hacer, como dice la segunda parte del evangelio.

Vivir por la fe es participar activamente del don que Dios nos regala. Es poner lo poco que nos toca: oídos abiertos, ojos despiertos, corazón atento, para que nuestra vida sea transformada. 

Entonces, la medida de la fe será cuán abiertos tengamos los ojos, cuán despiertos tengamos los oídos y cuán atento esté nuestro corazón para percibir esas manifestaciones de la presencia divina a nuestro alrededor, presencia que, como le dijo Dios a Habacuc: “vendrá ciertamente sin retraso”.

Share on facebook
Share on twitter
Share on email