bautismodelseñor960

El bautismo del Señor

Al finalizar el tiempo de navidad, celebramos en la Iglesia la solemnidad del Bautismo del Señor. Esta es una fiesta que sirve para cerrar la conmemoración y veneración del misterio de la encarnación, pero a la vez sirve como abrebocas para el tiempo litúrgico que empezamos, el tiempo ordinario, en el cual meditamos en el ministerio y la vida pública de Jesús. Por lo tanto, esta fiesta nos dice y nos enseña algo sobre Jesucristo.

Al mismo tiempo, la liturgia y las lecturas de este domingo nos dicen y nos enseñan algo sobre nosotros, discípulos del Maestro que fue bautizado por Juan Bautista.

Primero, tratemos de comprender lo que significa la palabra “Bautizo.” La palabra viene del verbo griego baptizein que significa sumergir, empapar, anegar, hundir o ahogar.

El bautismo parecía ser una práctica común en tiempos de Jesús, como nos lo dicen los evangelios a través de la presencia de Juan el bautista. La idea de este particular rito era preparar a los judíos para la llegada del “día del Señor” o la manifestación del mesías.

Ahora bien, en la escena del bautismo de Jesús encontramos varios elementos simbólicos que le dan un sentido especial, más allá del rito de Juan.

El cielo abierto, el Espíritu descendiendo sobre Jesús, la voz del cielo diciendo: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto”, todos esos símbolos nos hablan de una realidad que vivía Jesús: él estaba totalmente sumergido y a travesado por la experiencia de un Dios amoroso que lo llama “hijo” y que de una manera especial lo unge para que cumpla una misión.

La voz y la paloma son los signos visibles de la presencia del Espíritu, de una forma peculiar, en la vida de Jesús. Ellos sirven de confirmación para Juan, quien pareciera dudar a la hora de realizar el bautismo, pues no se siente digno de hacerlo. Pero también nos sirven a nosotros, los lectores del relato, para comprender que la vida de Jesús fue una constante experiencia de estar totalmente sumergido en la experiencia del amor de Dios, que inclusive lo acompaña hasta el momento de más oscuro de su vida terrena.

De manera que, en adelante, todo lo que Jesús diga y haga será una expresión concreta del amor de Dios sobre él, un amor que lo empuja a anunciar que Dios cuida y ama a sus hijos, que no hace acepción de personas, como dice Pedro en la segunda lectura, que envía su paz y su Espíritu sobre todos.

Este bautismo nos dice que, entre Jesús y Dios, su Padre, existe una relación tan única y definitiva, que quien ve a Jesús ve a Dios.

Por el bautismo, compartimos con Jesús la dignidad de hijos es hijas amados del Padre, lo que nos convierte en signos visibles de la presencia de Dios en el mundo.

Ahora bien, ¿qué es lo que nos dice y nos enseña esta fiesta sobre nosotros?

Los discípulos de Jesús, al recibir el bautismo, también comparten esa experiencia que tiene Jesús con Dios su Padre que la teología cristiana ha llamado “filiación adoptiva”, es decir, en Jesucristo, todos somos hijos e hijas de Dios.

De modo que la existencia humana alcanza una dignidad particular que se expresa a través de la experiencia de ser (y sentirse) hijo o hija de Dios. La divinidad se revela, se muestra, se hace manifiesta los bautizados, no solo por sus buenas acciones, sino porque en sí mismas, por el hecho de ser humanos hay un resplandor del ser de Dios centelleando en el corazón de cada uno de nosotros. El ser de Dios, manifestado en Jesucristo de manera singular y única, ahora se comparte a cada uno de aquellos que reciben el signo sacramental del bautismo.

Por el bautismo, como signo de esa relación que tenemos con Dios, también se crea una conexión de unos con otros haciéndonos “familia”. No somos ya extraños o desconocidos, sino que compartimos una misma dignidad, la de ser llamados hijos e hijas en el Hijo.

Todos esto también tiene unas implicaciones éticas importantes. Al ser manifestada en nosotros la dignidad de Jesucristo, nuestra vida se hace un signo de la presencia del Dios viviente en este mundo. Es a través de nosotros que Dios manifiesta su misericordia, su amor, su compasión, su poder, su creatividad, su alegría y su salvación. Somos nosotros un vehículo de la presencia amorosa del Padre que quiere llamarnos “hijos amados” más que siervos, esclavos, funcionarios, operarios, etc. Estamos sumergidos (bautizados) en esa experiencia y ella atraviesa todo cuanto hacemos y decimos.

La fiesta del Bautismo del Señor nos recuerda la dignidad distintiva de Jesús: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco.” Además, nos recuerda que, al recibir el regalo del bautismo, compartimos con Jesús esa misma dignidad, que el Señor no se ha querido reservar para sí solo como un privilegio, sino que la comparte con todos, haciéndonos parte de la familia de Dios.

Share on facebook
Share on twitter
Share on email