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Covid-19: aceleración y muerte

Por Brayan Alvarado

La aparición del COVID-19 dislocó el mundo a nivel global y nuestros pequeños mundos a nivel local. Sin imaginarlo, esta pandemia y su respectiva cuarentena sacó de órbita nuestras vidas con sus prioridades y rutinas. Desnudó la crisis y el fracaso del sistema, su insostenibilidad y la urgencia de cambiar hacia otro más digno y justo. Por lo tanto, esta crisis nos ha obligado a tomar consciencia de otras realidades; a vivir, trabajar y relacionarnos de otras maneras; y, sobre todo, queramos o no, a aislarnos. 

El COVID-19 no margina, aunque evidentemente golpea más fuerte a las poblaciones que, al no contar con los recursos necesarios para alimentarse y protegerse, no pueden quedarse en casa. En Abya-Yala, el coronavirus ha revelado a gran escala lo urgente e ineludible que es transformar los modelos económicos, así como fortalecer los servicios de salud pública, no privada. 

Por otra parte, el cambio de dinámicas laborales ha permitido que algún sector privilegiado pueda trabajar desde casa. Aunque tampoco hay que engañarse. Es decir, el privilegio existe, pero este no impide experimentar la crisis de otras maneras. Porque sí, muy lindo el #QuédateEnCasa, #NoSalgas, pero sigan rindiendo y produciendo, ya que, al menos en Guatemala, las decisiones políticas no están a su favor; al contrario, quédense en casa y sigan poniendo sus vidas al servicio de una economía para la cual, ustedes, al igual que las mayorías, también son invisibles, solamente importan como mano de obra. 

Seré sincero, en estos días de confinamiento me he sentido superado en desmedida, como arrojado al vacío, lo que me ha llevado a intensificar algunas de mis preocupaciones existenciales, como la vida, el tiempo, el descanso, la libertad y la muerte. 

Esta situación me ha llevado a pensar mucho en nuestras vidas aceleradas. Incluso he llegado a creer que la aceleración produce cierta seducción. Buscamos teléfonos, computadoras y conexiones de internet más rápidas, calles despejadas para la velocidad, métodos de ejercicio y dietas con resultados instantáneos, técnicas de lectura rápida y de estudio para comprender en horas lo que debió trabajarse en semanas, títulos académicos, servicios y relaciones express, comida rápida, alimentos instantáneos y más. Pero lo que me asusta es lo siguiente: queremos evitar la espera y la demora, de hecho, el retraso nos incomoda, y la lentitud nos irrita. 

Es evidente que la realidad nos sigue desconfigurando, y nos obliga a pensar y vivir la vida en otras coordenadas. Hasta hace poco, nos parecía que muchas situaciones nos hacían perder el tiempo, por lo tanto, las evitábamos para según nosotrasaprovecharlo mejor. Sentíamos, además, que el tiempo no nos alcanzaba, pero, ¿quién dijo eso? ¿Quién nos vendió esa idea y a quién se la compramos? Al mercado. A él le debemos esta perversión del tiempo.

El sistema económico todo lo vuelve mercancía: las relaciones, los cuerpos, la tierra, el agua, la religión, las emociones y el tiempo. Vivimos en una sociedad mercado, obsesionada por el rendimiento. Su lógica se encarga de ordenar nuestros deseos para sentir y pensar de acuerdo a sus intereses. «Time is money», proclaman por las calles y al interior de nuestras consciencias. «No hay que perder el tiempo», nos recuerdan con enfermiza insistencia. Detrás de esa obsesión se encuentra la mercantilización del tiempo y el impulso antinatural de producir sin descanso, donde sea que estemos y hasta agotar el último aliento. 

Hay que llegar de inmediato, comer rápido, caminar a toda prisa, trabajar sin detenerse, evitar las pausas y las distracciones. Hay que rendir, puesto que la gran rueda avanza, es mejor subirse, que ser atropellado por ella. De manera que, para responder a esa lógica perversa, sacrificamos nuestro descanso, el tiempo para dormir, alimentarnos, cuidarnos, disfrutarnos, reinventarnos, sentirnos y pensarnos. 

Y en la cuarentena esto ha sido aún más notorio. Se exige aprovechar el tiempo. Rendir igual o en mayores cantidades, ya que, al estar en casa no hay argumento válido para no hacerlo. The show must go on, sí, el show debe continuar. Para que el sistema económico no caiga y continúe su marcha pues al parecer es lo único que importa, hay que seguir produciendo, más y cada vez más rápido. Por lo tanto, habrá que acelerar a fondo, evitar las demoras y los retrasos. Así, el agotamiento y la fatiga se traducen como el costo necesario para ser personas exitosas que aspiran a vidas cada vez más grandiosas. 

Y para comprender mejor el ritmo de nuestro tiempo, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han será de gran ayuda. En su libro La sociedad del cansancio expone tres síntomas: a. El multitasking, la multitarea enfermiza, el hacer muchas actividades de forma simultánea, el imperativo de un acelerado cambio de atención, donde estamos en demasiadas tareas que nos resulta imposible concentrarnos en una sola; b. El síndrome de Burnout, la depresión, el déficit de falta de atención y el desgaste profesional que nos agota hasta quemarnos; c. El borderline, o trastorno límite de personalidad, que nos asfixia y dificulta nuestras relaciones, que rompe nuestro ser y los vínculos con las otras personas. 

Según Han, la sociedad actual ha normalizado el trabajo bajo presión: hacer muchas tareas a la vez, sentirse fatigada y tener dificultad para establecer vínculos afectivos. Pero eso que nos parece normal es violencia contra nosotras mismas. Toda esta aceleración nos desgasta, la fatiga nos separa y aísla, al punto que destruye la comunidad y toda comunicación. Y exactamente allí está lo mortífero que no percibimos: este exceso de positividad, rendimiento, producción, comunicación y aceleración nos mata. 

Pero esto no acaba allí. Desde hace mucho el sistema económico desbordó en una producción sin control. No sólo acaba con nosotras, sino que se encamina a acabar con toda la naturaleza. De forma acelerada depreda los bosques, descompone la tierra, daña y seca los ríos y los mares, y con esto mata a innumerables especies animales y comunidades humanas. 

El COVID-19 nos puso en una situación insólita. Además de poner en evidencia el fracaso del sistema, se presenta con algunas oportunidades. Pese a todas sus dificultades, los días nos han mostrado una rabia empática por la injusticia y el sufrimiento de la población que no soporta más abuso y olvido, así como la maravillosa solidaridad que llama al cuidado mutuo y a compartir lo mucho o poco que se tiene. Esto es alentador. 

Aun así, la realidad nos exige asumir nuevas posiciones. Ojalá demos el salto y no volvamos a la normalidad, porque, tal y como afirmaba la periodista Naomi Klein: “lo normal es mortal. La normalidad ya era una inmensa crisis”. Lo anterior era funesto y no podemos volver a ello. Entonces me pregunto, ¿qué esperamos de esto? Y con una esperanza terca –la que sabe de noches oscuras, pero que resiste y no claudica–, respondo: ojalá que algo diferente. Más respeto a la tierra, equidad y justicia para las grandes mayorías, ignoradas y vulneradas, relaciones de cuidado, valoración del tiempo y, especialmente, lentitud, pausa y calma. Ahora bien, ante la pregunta, ¿qué nos espera? guardo silencio, porque puede que más de los mismo. No sé.

Estos son tiempos distintos, de aceleración, confinamiento y aislamiento, por lo tanto, la espiritualidad no debe, ni puede ser la misma. Aquí unos apuntes finales. 

Silencio. El aislamiento social nos invita a mirarnos, contemplar la realidad con nuevos ojos y visitar el interior de nuestro ser. Entiendo que el encuentro con nosotras mismas resulte difícil. Estamos tan acostumbradas al ruido y al activismo que rápidamente buscamos formas para evitar la soledad, el silencio y el aburrimiento. Pero no tengamos miedo. El silencio es necesario, da lugar a la pregunta, al mismo tiempo que permite escuchar con mayor claridad y profundidad. En la sabiduría del taoísmo se dice que quietud significa reencontrar las raíces, lo que somos, pero que hemos olvidado. El silencio nos hace bien, nos sana. En medio de la crisis tenemos la oportunidad de alejarnos del ruido y escuchar, en el silencio, la voz que emerge de nuestras profundidades, que desea una vida distinta, plena, humana y feliz. 

Descanso. Estos días exigen que aprovechemos el tiempo, que sigamos trabajando como si nada hubiera pasado, claro, como si eso fuera posible. Como si pudiésemos ignorar la incertidumbre, el temor, el cansancio, la presión, el desconcierto y la angustia que produce la pandemia. Aun así, insisten que lo hagamos. Invitan a ver series, leer libros, hacer ejercicio, aprender nuevos idiomas, recibir cursos en línea y más. No lo descarto, pero habrá que tomar precauciones. Es que el show debe parar, ya hemos sacrificado suficiente. Tanta aceleración nos tiene mal. Por lo tanto, debemos descansar. Aunque cabe señalar que el descanso también ha sido pervertido. ¡Todo lo han pervertido! El descanso no es un paréntesis para volver con energía y acelerar de la misma manera, no; es, más bien, romper con esa rutina. A través del descanso vemos y pensamos con mayor claridad. Por lo tanto, es necesario no hacer nada, al estilo del Shabbat bíblico, que establece el descanso como una celebración colectiva de plenitud y libertad. El descanso es un imperativo al aburrimiento y sueño profundo, nos sana, y permite encontrar nuevos ritmos, más humanos, menos violentos. 

Un ritmo nuevo. La intención de exponer los efectos de la aceleración no es simplemente para bajar la velocidad, es decir, seguir el mismo camino, pero ahora más despacio. El objetivo es provocar una ruptura, cambiar los valores, pensar y crear algo diferente. En otras palabras, determinada rutina puede matarnos, pero una rutina acelerada puede matarnos rápidamente. Por lo tanto, y la crisis nos está obligando a ello, no hay que volver a la normalidad, hay que imaginar algo más. De ahí que el silencio y el descanso sean decisivos, porque aportan claridad. Ojalá que la desigualdad actual nos empuje a construir nuevas relaciones humanas, de responsabilidad y cuidado mutuo; nuevas prácticas y prioridades a nivel político, que atiendan a quienes históricamente han sido ignoradas; nuevos modelos económicos, más justos y equitativos, que dejen de excluir y matar a tantas personas; nuevas relaciones laborales, menos abusivas y explotadoras. La idea no es desacelerar, sino encontrar un ritmo nuevo, un tiempo-otro. 

Serenidad. Qué difícil resulta mantener la calma cuando el mundo nos exige velocidad y nos presiona hasta matarnos. Aquí es necesario recordar algo que a veces olvidamos: no somos máquinas. Nuestro modo de ser es otro. Todas y cada una de nuestras experiencias necesitan un tiempo de reposo. Un tiempo que el mercado nos roba y luego nos vende. En estos días, la incertidumbre nos aturde y nos golpea en el rostro. Por eso, una mirada serena, acompañada de silencio y descanso, nos permite sentir los movimientos del cuerpo, que danzan al compás de un ritmo nuevo. Así, la serenidad, nos ofrece un tiempo necesario para reconocer a la otra y al otro, semejante, con quienes compartimos nuestra fragilidad y a quienes debemos cuidado. En días agitados, la serenidad también nos sana. 

Ojalá no volvamos a la normalidad, sino que construyamos algo mejor. Por lo tanto, ¿acabaremos con esto o permitiremos que tanta velocidad nos siga matando paulatinamente? 

En la ciudad de la aceleración todo se calmó: las calles, la mente, el pulso, la respiración. Dejaron de pensar y se calmaron todos y cada uno de sus pensamientos. Las aguas y la tierra entraron en un tiempo de descanso. Cerraron los ojos y esperaron. Percibieron las caricias del viento y escucharon el canto de la naturaleza. Observaron, con una mirada serena, el movimiento suave de las ramas de los árboles, danzaban, cada una a su ritmo. Disfrutaron el silencio y apreciaron el descanso. La vida estaba allí, como siempre, para ser contemplada con asombro y cada uno de sus sentidos. Se descubrieron a sí mismas e imaginaron una vida distinta. En la ciudad de la aceleración, por un tiempo, todo se calmó.

Brayan Alvarado tiene 30 años.

Es estudiante de teología y vive en Guatemala.

Además es facilitador del programa de formación bíblica-teológica (FBT) de CEDEPCA y trabaja en el Concejo Ecuménico Cristiano de Guatemala.

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