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Me echaron de la iglesia ¿Ahora qué hago?

#HistoriasNoMenosQueReales
Por Shirley Ruiz

Era un día miércoles del año 2005. Tenía que presentarme a las 4:00 p.m. a una reunión con los pastores y ancianos de la iglesia.

Yo más o menos imaginaba el porqué me habían convocado, aunque no tenía idea de la magnitud de la reunión a la que estaría expuesta.

En ese momento era pastora de una “megaiglesia” y ya tenía como unos 4 años que venían sucediendo eventos en donde yo no estaba de acuerdo y se habían presentado diferencias entre los que eran mis pastores y mi persona; incluso, en otros momentos, ya habíamos discutido por pensar diferente y no quedarme callada o sujetarme en silencio a la autoridad.

Así que ese día llegué, como normalmente llegaba cada vez que me llamaban a una reunión “extraordinaria”, saludé y me senté junto a aquellas personas que me miraban fijamente.

El aire acondicionado estaba más frío de lo normal, o tal vez yo lo sentía muy frío. Lo que sí no estaba normal eran los rostros de los pastores y acompañantes, me miraban con la frente fruncida y con una expresión de molestia.

Ese día entre gritos, golpes en la mesa y otras cosas desagradables, ellos querían que yo pidiera perdón o que les diera la razón, y al no hacerlo solo escuché las palabras del pastor: ¡Queda fuera del pastorado, del liderazgo y de todo cargo al que estuviera al frente!  Luego me pidieron que saliera de la oficina y me prohibieron hablar con el equipo de líderes y jóvenes que estaban a mi cargo.

No lloré frente a ellos. Desde joven tengo un pequeñito problema y es que no lloro delante de la gente en momentos donde me estoy sintiendo vulnerable o muy afectada, y me mantengo firme ante lo que está pasando aunque por dentro esté que exploto o quiera llorar mucho. Y ese día no fue la excepción, me levanté de la mesa, y sin decir ya nada más, porque ya había dicho lo suficiente, agarré mi bolso y salí de aquel lugar.

Salí a la calle y exploté en llanto, mi cabeza no entendía todo lo que había sucedido en esa reunión, dentro de mí pensaba: yo no soy lo que ellos dicen que soy. Y trataba de entender, aunque fuera un poquito, lo que había pasado.

Pero no había respuestas, no entendía cómo era posible que aquella persona que me vio crecer desde que yo tenía un año de edad, y a quien veía como si fuera otro padre para mí, e incluso admiré por algún tiempo, me había tratado tan mal y expresado cosas tan horribles como las que dijo en esa reunión.

Parecía como un mal sueño. Todo por lo que había trabajado, dedicado tiempo, soñado y amado, se había ido a un guindo. Ya no quedaban sueños, ni aspiraciones, por lo menos las ministeriales.

Y es que para los que no han vivido en un sistema tan cerrado y absorbente, deben saber que la vida de uno gira primero en el dios de la religión y el llamado ministerial. Todo lo demás es secundario. Por lo que uno soñaba, ponía proyectos, planes, ideas y todo, en cualquier cosa que tuviera que ver con dios, la iglesia y ministerio. Recuerdan: “Primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás será añadido”.

En ese tiempo creí que mi familia era la iglesia, que allí envejecería, vería a mi hija crecer y ser parte de algún ministerio; que yo sería una gran pastora y que el día que muriera seguiría siendo parte de la comunidad cristiana con la que crecí.

Y de un día para otro, ¡estoy fuera! Lejos de todos los que me conocían, de los que yo consideraba parte de mí, era como haber entrado a un juego de batalla y mis compañeros de equipo no podían  acompañarme. Yo debía defenderme sola a partir de ese momento.

Podría decir que “quedé sin manada”. 

Y entonces: Me echaron de la iglesia ¿Ahora qué hago?

No sabía cómo vivir la vida sin aquellas llamadas todos los días de jóvenes con diferentes problemas, o contando sus alegrías o triunfos. Ya no podía llamar a nadie para organizar la siguiente reunión, ya no podía ir a cultos de oración o salir a comer un sábado con los jóvenes después del culto juvenil.

Los sábados en la noche se convirtieron en momentos muy oscuros, de llanto, de soledad. Tenía más de 15 años donde, cada sábado, me reunía con los jóvenes y compartíamos miles de cosas. Y de pronto era como un “rapto”. Todos se habían ido y yo me había quedado en una tierra desierta.

No estoy exagerando. Literalmente uno crece, hace su vida en torno a la iglesia y a la gente que allí conoce, y estar fuera es como quedar perdida en otro país con un idioma y cultura diferente a la que una estaba acostumbrada a vivir.

Empecé a visitar diferentes iglesias para involucrarme de nuevo a otra comunidad y no sentirme tan sola. Visité, en un año, por lo menos unas 10 iglesias de todos los tamaños y diferentes formas de hacer la liturgia, pero no había manera de que me sintiera a gusto. En muchas encontraba lo mismo que había rechazado de la iglesia en la que crecí y que había sido el motivo por el cual me echaron, entonces no iba a estar en un lugar donde me sentaba a escuchar la prédica y más de la mitad de lo que decían yo lo cuestionaba.

Y es que ese era el gran pequeño detalle. Ya tenía años donde le había perdido el miedo a cuestionar lo que predicaban, incluso, no temía cuestionar lo que ellos decían como “palabra de dios”,  entonces yo llegaba a cualquier comunidad y mi cabeza empezaba a cuestionar una y otra vez lo que decían en el mensaje.

Fui de iglesia en iglesia buscando llenar un vacío que necesitaba llenar, pero que por alguna razón ya no encontraba nada que me satisficiera.  Entonces dejé de buscar, dejé de asistir a templos, dejé de pensar que mi destino era estar en una comunidad cristiana y decidí que debía encontrar otros caminos donde pudiera vivir una espiritualidad libre.

Y empezó en mí una deconstrucción, una limpieza, un borrar todo lo aprendido y aventurarme a leer, escuchar, dialogar junto a otros y otras que transitaban caminos parecidos y que ya habían avanzado senderos que para mí eran nuevos. Empecé a leer a muchos teólogos no tradicionales, teólogos que eran vistos como herejes, teólogos y teólogas que en diferentes épocas también habían sido echados y juzgados por romper mitos, dogmas e ideologías fundamentalistas.

Creo que hasta en algún momento llegué a sentirme atea. Ya no creía en nada, le perdí el miedo a teorías como el infierno, el cielo, los castigos divinos, el rapto, la salvación, el pecado, TODO. Empecé de cero. Y no sentía culpa por lo que pensaba, así que me di la libertad de preguntar, cuestionar, repensar cada tema que para mí habían sido enseñados como únicas verdades absolutas.

Puedo decir que llegué a un punto en el que me sentí libre, aunque esa libertad fuera condenada por mi entorno y familia.

Fue todo un peregrinaje intenso entre risas, llantos y dudas, pero lleno de mucha riqueza. Cada vez que agarraba un libro era como una niña en una chocolatería y que me dijeran: “puede comer todo lo que quiera que no le va a doler el estómago”. Pues algo así era cada vez que leía artículos, cada vez que hacía preguntas, cada vez que buscaba sobre algún tema, y sin culpa y sin miedos, podía experimentar y sentir algo nuevo dentro de mí.

Puedo decir que fuera de la iglesia conocí realmente a dios, diosa o dioses, entendí que la espiritualidad no puede estar encasillada en ninguna verdad absoluta, que la libertad religiosa o la creencia se vive fuera de cuatro paredes.

Leí diarios como el de Etty Hillesum, donde ella, en medio del dolor del holocausto, decía que encontraba a dios en el otro, encontraba a dios en su interior, encontraba a dios en aquella habitación fría y solitaria, encontraba a dios en el amor, pero  que no conocía al dios de los templos. Y me identifiqué mucho con su pensamiento, porque realmente empecé a sentir y saber que si un dios existía era ese dios personal que nos habita a cada uno y una y que, según nuestras necesidades, se hace sentir, pero no para responder a nuestros deseos, sino para que sepamos que, siendo humanos libres con uso de razón, ese dios no se mueve si no me muevo yo primero.

Y así es como empecé a entender que aquel dios que me habían presentado no era más que una construcción colectiva de la religión y que su divinidad era tan lejana para mí que para merecerlo debía agradarle en mil cosas para que fuera digna de su amor.

Sí puedo decir que me hice atea al dios de la religión y empecé a caminar y experimentar a un dios, o una divinidad, tan humana y cercana como a mi humanidad y divinidad.

Empecé a involucrarme en contextos totalmente fuera de la religión, contextos que tuvieran que ir más allá de una ideología religiosa y que sin importar lo que cada uno creía, podíamos construir mejores caminos para un bien común.

Empecé a escribir más, a estudiar más arte, estudiar ciencias que tuvieran que ver con la naturaleza, las plantas, la siembra, a leer otras biblias, a conocer más mi genealogía, a conocer culturas ancestrales, sus ritos, tradiciones, costumbres, a conectarme más con lo cósmico y místico.

Y como he dicho en otras ocasiones, empecé a vivir una espiritualidad que no le temía a lo divino o a lo profano, a ver en la humanidad de otros ese amor sincero y dispuesto a darse la mano y caminar juntos construyendo nuevos caminos transformadores sin necesidad de condenas, reglas, ni verdades absolutas.

Encontré a un dios fuera de la iglesia, en el abrazo de mi hija, en el beso de un amor, en la sonrisa sincera, en el llanto que consuela, en la caricia inesperada, en el canto de las aves. Entendí que no podía encajar ni encerrar a un dios, porque ese dios era tan libre que habitaba en muchos y muchas, y en el todo de la existencia.

Hoy puedo decir que me hicieron un gran favor al echarme de la iglesia porque, de lo contrario, estaría siendo esclava de un sistema opresor, obsoleto y patriarcal, y me estaría perdiendo de la riqueza y aventura que cada día me muestra la vida sin necesidad de dogmas, miedos o certezas.

Sigo preguntando, sigo leyendo, sigo cuestionando, sigo aprendiendo, y en lo que no se puede nombrar encuentro caminos exquisitos, apasionantes y llenos de vida, y gente que entendió que amar y respetar al prójimo no tenía nada que ver con un libro divino o alguna religión, sino que va más allá de una consciencia de justicia y equidad, y de ver al otro como si fuera yo misma.

Y como dijo Teilhard de Chardin: “No hay nada valioso, salvo la otra parte de usted que se encuentra en otras personas, y la parte de los demás que está en ti”.

Shirley Ruiz es costarricense. 

Es gastrónoma y artista plástica. 

En alguna ocasión fue pastora pentecostal y ahora vive una espiritualidad politeísta. 

Actualmente en medio de la naturaleza y la siembra, se dedica a la escritura literaria y al arte objeto.

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