Baraka (4)

Baraka: un rito cinematográfico

He vuelto a ver la película Baraka (1992) durante los días en que el virus me arrincona. La obra dirigida por Ron Fricke y grabada en 24 países es un acontecimiento poético del cine, el arte expresado religión. Música e imagen. Movimiento y lluvia. Incita al canto, o al silencio, dos rostros de una ausencia que custodian los altares.

Primero la montaña. La montaña y el agua. La sequedad de los arbustos, el humano primitivo acecha el placer en la humedad de un volcán. Animales expulsados desde las estrellas, meditamos el silencio y nos perdemos en el mito que las alimenta. O somos nada más las sensaciones y buscamos adherirnos a su recuerdo en los ritos que tratan de afianzar su vuelo.

Hemos tejido dioses para custodiar nuestras moradas. Portamos cántaros de agua sobre los hombros y agradecemos a su personificación por el fluido. Corremos, tropezamos, derramamos, nos tocamos alrededor del fuego y encendemos la chispa que reúne.

Alguna vez fuimos esclavos de la naturaleza. Hoy, lo somos de nosotros mismos y queremos violentar a nuestra Madre. Repetimos cantos, los escribimos en tinta y dejamos que se sequen las hojas de papiro mientras nos retiramos a la cueva.

Aunque no nos repetimos siempre, o luchamos porque la ceremonia no se vuelva un ciclo muerto. Cuando la narración se impone sin deleite, es repetición, no rito. 

No danzo ni me arrodillo ante una estatua, aunque sea Diana Cazadora. No beso los anillos de un obispo ni doy vueltas alrededor de una ciudad sagrada. No la derrocaré ni voy a exaltarla con mis oraciones. El humo del incienso me atosiga. La prepotencia de los santos me da miedo. Prefiero inundar mis pulmones de silencio. Imagino al universo como una obra de teatro. No creo en el director del culto, danzo ante la tribuna vacía. La ciega voluntad fluye por la sangre de los animales.

No asistí al nacimiento de los dioses ni fui testigo de su muerte. La tierra estuvo antes que ellos. Me sé ínfimo ante su cuerpo desnudo y expandido. No controlo al humo ni domino la estructura de una máquina. Me ahoga el sabor a gasolina que respira mi ciudad violentada por motocicletas, me duele el río de los automóviles y la música que emiten los galpones de ladrillo.

El desasimiento es mi antigua religión. Soy la iguana que recibe el sol al mediodía sobre una costa rocosa del Caribe, una llama en la cumbre de Los Andes, la campana que golpea el monje ciego en la ciudad macabra, sorda al ruido de los autos.

El péndulo de la iglesia golpea mis oídos. Respiro y gimo. Alguna vez los hombres construyeron muros para impedirme traspasarlos. Hubo grietas por las que logré escabullirme. Me asomo por la ranura de la puerta, veo a una perra con sus crías en la calle. Les aúllo y vienen a mi casa. Abro el pórtico y la vida entra con el hambre del instinto. La reverencia es la palabra no dicha en el umbral sagrado, una silla vacía para el dios, lo espera el fuego. 

 

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