El combate de San Agustín

I

San Agustín de Hipona (354-430) es conocido como el pensador del amor. “El verdadero filósofo es un amante de Dios”, escribió. Su vida, sin embargo, refleja un camino de luchas y combates que lo llevan a presentar la vida en una dinámica incesante, en medio de la cual ve a una divinidad que no para de acontecer en este mundo.

Aurelio Agustín, nacido en África, fusiona la filosofía y la espiritualidad con la literatura pagana y la tradición del cristianismo y así crea una constelación de significados influyentes hasta el día de hoy.

Como nos lo cuenta en su libro más personal, las Confesiones, desde muy joven Agustín estudia retórica en la ciudad de Cartago y se convierte en un gran orador y escritor de la lengua latina. Recorre muchas escuelas filosóficas, tales como los escépticos y los estoicos. Es lector de la tragedia griega y romana, del gran orador Cicerón, de los filósofos. Es un buscador de la belleza: “Amamos lo hermoso”, dice en el libro IV de este, su libro más personal (13,20).

Agustín nos cuenta de las angustias que le produce la vida al modo de una búsqueda en la cual lo bello y el bien se le escapan. Está cerca con frecuencia del cristianismo, religión en la que cree su madre, pero sus deseos sexuales y –a la par- su desprecio por el cuerpo, lo llevan a buscar por diferentes vías. Así es que llega a creer en la secta cristiana de los maniqueos, cuya doctrina distingue entre dos principios que se oponen radicalmente: el bien y el mal, el cuerpo y el alma, la luz y la oscuridad. Cree que la salvación consiste en separar estos elementos y en conducir al espíritu humano hacia el reino de la luz. Pero las doctrinas de su líder no convencen al filósofo, y termina perdiendo la fascinación por este grupo.

En uno de sus viajes a Milán, Agustín se adhiere a la escuela filosófica de los neoplatónicos, disciplina que se dedica a conocer al Uno inefable, del cual provienen todas las cosas, mediante una combinación de estudio y contemplación mística. Este encuentro le abre la puerta para su ingreso al cristianismo, lo cual nos deja ver un eclecticismo en el pensador africano a lo largo de su vida y en la elaboración de su teología.

Es a la edad de 33 años que Aurelio Agustín se convierte a la fe católica, gracias a las oraciones de su madre, Mónica, a la impresión que le dejan los sermones de Ambrosio de Milán y a una experiencia revelatoria donde encuentra en las Escrituras un mensaje para su salvación.

Influenciado por su madre, y por las doctrinas maniqueas, por los conflictos irreconciliables con su cuerpo y la búsqueda de placer, Agustín se aparta de la compañera de su vida, madre de su hijo Adeodato, y es comprometido con una niña de trece años y “buena familia”:

“Mientras tanto me solicitaba incansablemente a casarme…Quien trabajaba principalmente en este sentido era mi madre, con la idea de que una vez casado, el lavatorio saludable del bautismo me habría purificado…La niña fue solicitada… Le faltaban dos años para la edad de marido…Entre tanto mis pecados se multiplicaban y cuando, por ser obstáculo a la boda, la mujer con que solía acostarme me fue arrancada de mi costado, mi corazón fue intensamente lacerado y sangró largo rato. Ella partió para África, haciendo voto de no conocer ningún otro hombre…y dejando conmigo al hijo natural tenido con ella…Pero yo, incapaz de esperar otros dos años, me procuré otra mujer… Sin embargo la herida producida por la amputación de la compañera anterior no curaba” (Confesiones VI, 15).

Aquí nos deja ver Agustín el dolor que sintió siempre por la pérdida de su compañera (a este episodio le ha dedicado Jostein Gaarder una novela corta, Vita Brevis, en la cual encarna la voz de Floria Emilia, amante abandonada de Agustín para cuestionar su teología). En su confesión, Agustín explica la gran influencia de su madre en la ruptura con su compañera de vida, el cual que no pudo superar y que se tradujo en su teología en un desprecio generalizado hacia la mujer y el matrimonio, como nos cuenta Luigi De Paoli en su libro Psicoanálisis del cristianismo. La acción que cometiera Mónica, de arrancarle a la mujer que amaba, se transfirió a la imagen de Dios que proyectó Agustín, un Dios que no comulga con los placeres de su misma creación y que busca que sus hijos se alejen del cuerpo.

Esto le deja un legado a la teología occidental, como una visión de las relaciones de pareja limitada a la procreación, y un menosprecio a la mujer que tiene raíces más antiguas, incluso en pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento, y tiene gran protagonismo en la mayoría de expresiones cristianas hasta el día de hoy.

Agustín entonces, apartado y temeroso del cuerpo, quiere dedicarse a una vida monástica y lejana del tumulto, pero la comunidad lo requiere para su salvación A los 37 es ordenado sacerdote y a los 41 es elegido obispo de Cartago. Este lugar de servicio pastoral lo invita a escribir diversos tratados, muchos de ellos con la orientación de dirimir conflictos en las comunidades que acompaña, convirtiéndose en bastiones de su combate.

II

Uno de los combates más famosos de Agustín es el que tiene con el monje británico Pelagio. Aquí Agustín enfrenta el problema de la salvación. Pelagio dice que la vida cristiana consiste en un esfuerzo para vencer los pecados y lograr la salvación (González). Este monje piensa que el ser humano tiene siempre el poder necesario para sobreponerse al pecado. Agustín, por el contrario, considera que la voluntad humana no es fácil de controlar. Ella no es dueña de sí misma. El pecado es una realidad tan intensa que se posesiona de la voluntad de las personas, y quien en pecado no quiere librarse de él. La única manera de lograr la salvación es que la gracia de Dios obre en las personas para llevarlas a la conversión y transformarlas para no pecar. La gracia se acepta solamente por obra de la gracia misma. La gracia es Dios actuando en el corazón humano, combatiendo al pecado. Por esto la conversión no es iniciativa de los hombres y mujeres, sino de la gracia divina, irresistible, que vence en el combate al pecado mismo, condición que enceguece a las personas. Dios la da a quienes ha predestinado.

Otro combate, además del que se da entre los teólogos que están dentro de la iglesia, se libra frente a quienes pretenden salirse de ella y fundar una comunidad “más pura”. Debemos recordar que, para la época en que vive Agustín, la iglesia no goza de unidad. El hecho de que se haya transformado en la religión del imperio romano trae reacciones de distintos grupos y grandes controversias. La iglesia se convierte en una institución de masas bastante mundanizada, fuertemente politizada al servicio del imperio, y por esto algunos  grupos se oponen a que los bautismos y ordenaciones sean administrados por obispos y sacerdotes indignos y apóstatas. Consideran que no son ceremonias válidas y deciden apartarse de la iglesia oficial.  Entre estos se encuentran los donatistas.

El emperador Honorio dispone que los donatistas sean reconducidos por la fuerza a la iglesia católica. Prohíbe sus cultos y les amenaza con la confiscación de bienes y el destierro. Ahora el imperio romano piensa que solamente la Iglesia católica debe gozar de reconocimiento estatal y todas las personas deben someterse a ella como instrumento de mediación de la gracia y de la salvación. Así “la Iglesia perseguida pasa a ser una Iglesia perseguidora”, nos recuerda Hans Küng.

Agustín trata de proponer unidad en la iglesia. Señala que la iglesia católica jamás será perfecta en esta tierra. Sabe que dentro de su seno hay unos que pertenecen sólo al cuerpo, pero no al corazón. Dios, al final de los tiempos, será el que separe a las ovejas de los cabritos. En ese sentido, la iglesia verdadera es la de los santos, contenida en la iglesia visible, pero oculta a los hombres. Esta es la iglesia invisible. Por esto invita a los donatistas a pensar que no importa que un obispo o sacerdote sea indigno de dar la misa, ya que todos somos pecadores. Los sacramentos siguen siendo válidos porque en el fondo quien los realiza es Cristo.

Pero los separatistas no hacen caso a Agustín. Entonces este procede a justificar el uso de la fuerza para someterlos. Y dice que es un mandato “forzar” a entrar a los que quedan afuera del banquete, malinterpretando la insistencia a la que invita la parábola de Jesús (Mt 22,1-14). Con esto se justifica el uso de la violencia para la evangelización y da pie a la doctrina de la “guerra justa”. Esta consiste en el cumplimiento de ciertas condiciones para justificar el ataque violento de los enemigos:

  •         La guerra debe ser declarada y llevada a cabo por una autoridad legítima (legitima potestas).
  •         Debe servir a la defensa de bienes y derechos de carácter esencial, puestos en peligro por una amenaza injustificada (iusta causa).
  •         Antes de optar por la utilización de la violencia deberán agotarse todas las alternativas posibles (ultima ratio).
  •         El mal que se produzca a consecuencia de la guerra no debe ser mayor a la injusticia que se pretende combatir (proportio ejectuum).
  •         Debe existir una perspectiva de éxito suficientemente justificada (bonus eventus).
  •         Los medios utilizados han de estar en relación con los bienes que se persiguen (proporcionalidad).
  •         La fuerza militar debe utilizarse de tal forma que se respete la distancia entre combatientes y no combatientes (discriminación).

Debemos afirmar, en honor a la verdad, que ninguna guerra justa cumple con todas las condiciones ofrecidas por San Agustín (y sistematizadas por Tomás de Aquino) y que, por lo tanto, ninguna guerra es justa. En este sentido el filósofo latino, convertido en obispo de Hipona, culmina, sin quererlo, legitimando los intereses del imperio, más que de la iglesia peregrina que anunciaba.

III

La tercera gran controversia que enfrenta Agustín es la invasión y saqueo de Roma por parte de los visigodos bajo el mando de Alarico, en el año 410, durante tres días y tres noches. De allí surgen críticas por parte de los paganos y un sentimiento de inseguridad entre los cristianos. Estos dicen que el nuevo Dios oficial del Imperio no ha protegido a la ciudad ni le ha dado la victoria, como sí pudieron haberlo hecho los antiguos dioses de la guerra. Entre los creyentes nace un sentimiento de inseguridad. Se preguntan: ¿Dónde estaba Dios cuando cayó la ciudad cristiana? ¿Por qué permite Dios el mal y la desgracia?

Agustín escribe La ciudad de Dios con el fin de demostrar que Roma ya había ardido en tiempos anteriores, bajo el amparo de otros dioses, y con esto aprovecha para establecer una diferencia entre la ciudad de Roma y la ciudad divina, rompiendo con toda posibilidad de identificar la iglesia con el imperio, y la iglesia institucional con la comunidad invisible de creyentes. Construye una forma de teodicea que trata de salvaguardar al concepto de Dios de cualquier responsabilidad en la desgracia humana. De este modo inaugura una teología y filosofía que interpreta la historia como una forma de actuar de Dios a modo de una contrahistoria del amor y vuelca la mirada sobre el tiempo como una manera en que lo Divino se manifiesta. En esta obra se inaugura la primera teología de la historia, la cual ve al acontecer humano como lugar de la acción divina y vuelca la mirada sobre el tiempo como una forma en que la Gracia se manifiesta.

Según Agustín, toda la historia ha sido una lucha entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios. Esta lucha es el fundamento y sentido de la historia, y es la narrativa de salvación y de condenación del mundo. El diablo, con sus ángeles caídos, fundó la ciudad terrena, un reino que se opone a la Ciudad de Dios. Pero Dios fue escogiendo a algunas personas para formar una nueva nación. Si Satanás levantó a Caín, Dios levantó a Set. Si Satanás le dio poder a Nimrod, Dios llamó a Abraham. Si Satanás escogió a Esaú, Dios escogió a Jacob, y así sucesivamente. De esta manera, toda la historia es una lucha entre estos polos opuestos. La Ciudad de Dios adora a Dios. La Ciudad terrena adora los ídolos y demonios. Los ciudadanos de Dios viven el amor, la humildad y el desprecio del yo. Los ciudadanos terrenos, el amor a sí mismos, basado en el orgullo, incrementado hasta el desprecio de Dios. En el tiempo final culmina todo en la lucha entre la nueva Babilonia y la Iglesia católica. Por esto, para Agustín, no es suficiente nacer en un imperio cristiano. Hay que convertirse al llamado de la gracia, para quienes les es dado convertirse.

La lucha entre ambas ciudades es el fundamento y sentido de la historia, piensa Agustín. Este considera que hay tres épocas de la historia: la época antes de la Ley de Moisés, la época bajo esta Ley, y la época después de la Ley. Y considera que él y sus contemporáneos viven en la última. Agustín considera que el tiempo histórico es finito, que el mundo empieza y termina y que los seres humanos viven en una “edad media”, a la cual ha venido Cristo para darle un sentido al tiempo, el de la salvación.

Para Agustín es claro que la ciudad de Dios no es la iglesia. Haciendo uso de la parábola de Jesús sobre el trigo y la cizaña (Mt 13,24-52), los cuales crecen juntos pero al final de los tiempos serán diferenciados, el pensador africano sabe que dentro de la iglesia visible hay personas que no pertenecen a la ciudad de Dios y que afuera de la iglesia visible hay personas que hacen parte de la comunidad invisible. Por esto puede ver a hombres justos entre los paganos y a personas condenadas dentro de la institución llamada iglesia.

El filósofo reconoce, sin embargo, el gran riesgo de confundir la ciudad de Dios con el imperio romano, sobre todo cuando el modo de vida de aquella deja de ser amor para caer en la tentación del poder y el dominio. Pero no deja de reconocer que los creyentes viven en una ciudad terrena y están llamados a defenderla bajo el principio del amor. De este modo su combate es el del amor frente al poder, el de la gracia frente al “yo”, el del alma frente al cuerpo. No deja de creer, influenciado por Heráclito, que la guerra es el padre de todas las cosas, y que es necesario fomentar el combate, incluso en nombre del amor, en el que el ser humano no puede hacer nada más por su salvación que recibir la gracia, a la par que tiene que llevar a cabo acciones en medio de la tierra para cuidar de su comunidad y su entorno. En este caso, es un teólogo que acoge la contradicción como parte de la vida, siendo Dios el gran contradictor de este mundo, bajo las condiciones en que nos hallamos.

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