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La fe viene por el reír, y el reírse de la palabra de Dios (Parte II)

«Todo teólogo está comprometido y alienado; Siempre está en la fe y en la duda;
Siempre está dentro y fuera del círculo teológico»
Paul Tillich

«Así como la filosofía comienza con la duda,
la vida digna de ser llamada humana comienza con la ironía»
Kierkegaard

La ironía no solo presenta la cara de la desazón, el rostro del carácter pasivo, sino que también se transforma en la crítica de su propia realidad, de su propia tragedia. Una vez más, Kierkegaard aporta a este tema explicando que los seres humanos no trascienden las situaciones tensas o problemáticas propias de la existencia a través de un sistema positivo de superación armónica (al mejor estilo hegeliano), sino que el ser humano es una constante tensión de contrarios. A diferencia de lo que pensaba Heráclito, esos contrarios no concuerdan ni se complementan, sino que se contraponen permanentemente sin reposo, gracias a la exigencia que la misma existencia establece en la interioridad de los sujetos. Por esta razón, la ironía abandona su estado melancólico expresándose en su reverso. A saber, ya no es la sonrisa que resiste, sino la burla que arremete. Esa distinción entre ironía y humor fue puntualizada por Harald Høffding, al señalar que «la diferencia […] es que mientras la ironía expresa lo cómico mediante lo serio, el humor expresa lo serio mediante lo cómico». No obstante, es Kierkegaard quien expone la diferencia entre ironía y humor, así como la tensión de su movimiento, destacando el rol ambivalente del ironista en su batalla contra las circunstancias adversas de la vida:

«Ambos dependen (el humor y la ironía) de la carencia de familiaridad con el mundo. Pero en el primer caso dicha falta de familiaridad está modificada y permite la despreocupación; en el segundo, trata de influir sobre el mundo y, precisamente por ello, da motivo a las befas. Son los dos puntos extremos de un columpio (movimiento ondulante), puesto que el humorista siente su importancia cuando el mundo se burla, en tanto que el irónico, en su lucha contra la vida, debe sucumbir a veces y otras logra elevarse por encima de ella y sonreír» (Kierkegaard, 1993, pág. 67).

Si el absurdo es el sinsentido, lo irracional, aquello que violenta toda lógica, entonces la risa de la ironía se presenta como aquella experiencia que lo transgrede. El llanto y la confusión son el movimiento descendente ¿o decadente? que se originan del absurdo. Por el contrario, la risa no solo le resiste, es decir, logra «contener» sus efectos demoledores, sino que en ocasiones le trasciende, logra zafarse de su carácter absoluto, lo relativiza, señala y minimiza su misma contradicción. La risa de la ironía logra desfatalizar las dinámicas del absurdo, consigue bajarle los humos a sus manifestaciones tiránicas. Utilizando la expresión paulina del reinado mesiánico al final de los tiempos, la risa logra «llevar cautiva la cautividad del sinsentido», y no porque esta proporcione un significado elevado que supere la sinrazón, sino porque opta por  ridiculizar ese absurdo que parecía tener la última palabra. Echa mano de una necedad que termina solidarizándose con causas perdidas, esas que son víctimas precisamente del sinsentido. En este contexto, la risa vuelve absurdo lo absurdo, lo «banaliza», lo escarnece al superarlo. De manera que, la ironía manifestada en la risa, devela una locura que combate la locura. El absurdo que en ocasiones golpea la vida es risa penúltima. Quien logra mofarse de esta (la burla del absurdo) logra reírse de último, logra reírse mejor.

Abraham, Sarah and the Angel. Jan Provoost

En relación con lo anterior, Sergio Ramírez presenta una versión sugerente de este pasaje bíblico en su novela titulada «Sara» que alude a un personaje de ficción inspirado en la mujer del patriarca. Es necesario señalar que la propuesta del escritor nicaragüense no consiste en una interpretación teológica del texto bíblico, sino más bien en el tratamiento de las Sagradas Escrituras como fuente de historias y experiencias humanas para el desarrollo de su novela. En ésta, se presenta a una mujer en continua tensión con el poder representado en El Mago (Dios) y en su esposo Abraham. Durante toda la novela se encuentra una Sara conflictiva, osada, desafiante, que se atreve a resistir el dominio masculino presente en su entorno, en su esposo y en aquel misterioso que les visita. Además de los interrogantes y los reproches que el personaje profiere en casi todo el desarrollo de la historia, la expresión de la risa cobra un significado fundamental como dinámica contestataria frente al poder que parece ser absoluto e incuestionable. En las líneas de esta novela, la risa de Sara polemiza con la obediencia ciega de su marido, igualmente con el designio divino que, a esa altura de sus circunstancias, rayaba con lo absurdo:

«Y entonces, detrás de la cortina se escuchó la risa de Sara. No fue ninguna carcajada ni nada por el estilo, como a alguien le podría parecer, sino una especie de graznido despectivo, que mostraba incredulidad y desprecio. La risa del desdén»
(Ramírez, 2015. p.37).

Más allá de la ficción elaborada por el escritor nicaragüense, lo que se pretende resaltar es que en el desarrollo de su historia hay una analogía significativa con el pasaje del texto bíblico. Ante la risa irreverente de la mujer, El Mago divino, que representa el absoluto, reprocha a Abraham la actitud de su esposa y le pregunta: «¿Por qué se ha reído Sara?», circunstancia también presente en el texto sagrado que vale la pena considerar. A lo que la Sara novelesca y la del pasaje bíblico responden con temerosa negación: «no me he reído». Situación que revela un resultado importante para el problema que estas líneas abordan, a saber, que reír no solo es resistir, sino también, en muchas ocasiones, se trata de «revertir» el poder, alterarlo, desviarlo de sus referentes oficiales (Abraham) y conducirlo a otras formas de relación (Sara) que trascienden las viejas formas de ejercerlo. Así lo expresa Sergio Ramírez en su novela al desarrollar una narrativa de la psique de los personajes de la historia, donde la protagonista no solo protesta ante el poder, sino que también logra capturarlo, encauzarlo a su favor:

«¿Por qué se ha reído Sara? (….) Es como si más bien dijera: Sara, ten cuidado, te estás burlando, y nosotros no nos venimos con burlas ni travesuras. Y ella, porque sentía pasado aquel instante de cobardía, o para hacerle frente a esa cobardía, tenía sobradas ganas de responder: quienes se está burlando de mí son ustedes, vienen aquí otra vez con sus cuentos, y este crédulo de mi marido se queda ahí tan tranquilo, no es la primera vez que se aparecen con esa historia, ya me la conozco desde hace años (…) El mancebo insistía en regañarla, la risa de la mujer siempre es necia, decía con su voz de flauta, nunca aprenderán de la prudencia, y ella cada vez se excusaba; y a pesar de lo embarazoso de la situación, una luz de alegría la penetró: era la primera vez que El Mago se dirigía a ella. Le había hablado por fin, por su propia boca, o por boca del mancebo. ¿No era aquello un triunfo? Aunque fuera a costa de su cólera, lo había doblegado. De algo sirve la risa, se dijo, y volvió a reírse por lo bajo, cuidando esta vez que nadie la oyera» (pág. 46).

En este contexto, la risa de Sara tras las cortinas no debe tomarse como un ocultamiento solapado, cargado de miedo, sino más bien como un posicionamiento sobre el que la fuerza de la ironía además de cuestionar el poder, lo relativiza. La ironía no niega la realidad que aparentemente le supera, pero tampoco la acepta; por el contrario, la suspende y la trasciende en la exterioridad del poder de turno que intenta determinarla, así como en las exigencias e imperativos de la interioridad manifiestas en los posibles reclamos de la conciencia. Fue Kierkegaard quien señaló a Abraham como el «caballero de la fe», al considerar que éste trascendió cualquier eticidad y moralidad frente al mandato divino. Sin embargo, no es ninguna desproporción hermenéutica considerar que Sara con su risa, también dio ese salto. El pensador danés deja entrever un buen indicador de esta cuestión en uno de sus escritos:

«Jamás le he deseado ningún mal a nadie, pero siempre he dado la sensación de que mi presencia ofendía y agraviaba a cualquier hombre que se pusiera a mi alcance. Por eso, cuando oigo los elogios que otros reciben por su fidelidad y por su rectitud, yo me río… pues desprecio a los hombres y me vengo. Jamás mi corazón ha sido duro para nadie, pero siempre, precisamente cuando más conmovido estaba, he aparentado como que mi corazón se mantenía cerrado y extraño a todo sentimiento. Por eso, cuando oigo que otros son ensalzados por su buen corazón y veo lo amados que son por sus ricos sentimientos profundos, yo me río… pues desprecio a los hombres y me vengo. Cuando me veo maldecido, detestado y odiado por mi frialdad y falta de corazón, yo me río y mi enfado se sacia»
(Kierkegaard, 1969, pág. 97).

La risa ironista se constituye en la capacidad de situarse de forma diferente tanto frente a la vida como frente a Dios. Porque la fe no solo es una actitud resignada que obedece y guarda silencio ante las circunstancias complejas del mundo, es también la expresión de una risa contestataria que se atreve a relativizar todos los absolutos morales, políticos y teológicos que hoy se erigen y demandan obediencia. Desde esta perspectiva, la ironía y la risa superan las predisposiciones de una incredulidad que subyace en la subjetividad de los seres humanos, específicamente de los llamados creyentes, para ser, más bien, otra forma de creer y de vivir, una confianza que no encuentra incompatibilidad con la pregunta o el disenso, como se presenta al final del primer evangelio: «Cuando le vieron, le adoraron; más algunos dudaban» (Mt 28;17). Por esta razón, no hay ningún problema en asumir la experiencia de Dios como apertura o como reserva que siempre nos interpela. La risa ironista no se burla del creer, se burla de la creencia, es decir, del «léxico último» que se presenta como definitivo, como verdad, como esposo, como mago, como «palabra de Dios».  

La fe no es una actitud resignada que obedece y guarda silencio ante las circunstancias del mundo, es la expresión de una risa contestataria que se atreve a relativizar los absolutos morales, políticos y teológicos que hoy demandan obediencia.

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