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Risa de mujer: risa redentora (Parte III)

«Se enseña
que el pensamiento es superior
a la ironía y el humor, y eso es enseñado
por un pensador que carece completamente
del sentido de lo cómico.
¡Qué extraño!»

Søren Kierkegaard

El filósofo norteamericano Richard Rorty, en su libro «Contingencia, ironía y solidaridad» señala que todos los seres humanos albergamos un conjunto de palabras destinadas a justificar nuestras acciones, nuestras creencias, y hasta el significado de nuestra vida. Estas palabras son denominadas, por el reconocido filósofo liberal, como «léxico último».  Las razones de su particular interpretación son explicadas de la siguiente manera:

Es «último» en el sentido en que si se proyecta una duda acerca de la importancia de esas palabras, el usuario de estas no dispone de recursos argumentativos que no sean circulares. Esas palabras representan el punto más alejado al que podemos ir con el lenguaje: más allá de ellas está la estéril pasividad o el expediente de la fuerza. Existe un grupo de palabras, una pequeña porción que son los términos sutiles, flexibles y ubicuos como «verdadero», «bueno», «correcto» y «bello». La proporción más amplia comprende términos más rígidos como «Cristo», «Inglaterra», «la Revolución», «la Iglesia», «decadencia», «cortesía», «pautas profesionales», «progresivo», «riguroso», «creativo». Los términos más limitados hacen la mayor parte del trabajo. 
(Rorty, 1989, pág. 91)
   

Así mismo, Rorty llama «ironista» a la persona que teniendo este «léxico último», reúne tres características fundamentales:

1.-) Tiene dudas radicales y permanentes acerca del léxico último que utiliza habitualmente, debido a que han incidido en él otros léxicos, considerados últimos por las personas o libros que han conocido; 2.-) advierte que un argumento formulado con su léxico actual no puede ni considerar ni eliminar esas dudas; 3.-) en la medida en que filosofa acerca de su situación, no piensa que su léxico se halle más cerca de la realidad que los otros, o que esté en contacto con un poder distinto de ella misma. Los ironistas propensos a filosofar no conciben la elección entre léxicos ni como hecho dentro de una meta léxico neutral y universal, ni como un intento de ganarse un cambio a lo real, que esté más allá de las apariencias; sino simplemente como un modo de enfrentar lo nuevo con lo viejo (pág. 91).       

La imagen del «ironista» que desarrolla el filósofo norteamericano es el punto desde el que me gustaría pensar otra Sara. Una distinta a la figura de la mujer prudente que se esconde tras bambalinas para reír tímidamente, por otra que, desde la risa y la ironía, duda y protesta, consiguiendo relativizar los «léxicos últimos», «sagrados», «autorizados», aquellos discursos «oficiales» que le condicionan.

Sarah Leading Hagar to Abraham - Caspar Netscher

Con algunas conocidas y famosas excepciones (Sócrates, Diógenes, Voltaire, Kierkegaard, Nietzsche), la filosofía ha sido considerada generalmente como una actividad seria, oficio de gente adulta y responsable que no viene con tintes medios o cuestiones ligeras, caracterizándose por la formalidad y la rigidez de sus presupuestos, así como por la rigurosidad de su ejercicio. La misma sospecha, y tal vez con más ahínco ha recaído históricamente sobre la teología. Salvo algunos casos excepcionales como el de Lorenzo Mártir, santo de la risa y de la ironía, quien, hasta el momento mismo de su ejecución, se río de su juez al gritarle desde las brasas que le torturaban: «Manda que me vuelvan del otro lado, pues este ya está bien asado», han sido pocos los testimonios. Al igual que la mayoría de los filósofos, los teólogos se han caracterizado por el celo y la ortodoxia de sus credos y enseñanzas, entre las cuales parece ser que la risa y la ironía no han sido buenas compañeras de la santidad y el sano juicio. Una descripción inmejorable de este problema se halla en la famosa obra de Umberto Eco «El nombre de la rosa», en donde el personaje de Jorge de Burgos, un monje anciano que ha perdido la vista, resulta ser la mejor representación de esta actitud amarga y arrogante, muy común entre hombres de talante fundamentalista que consideran la risa y la ironía como una actividad malsana, que deteriora la prudencia y las certezas. En la obra del escritor italiano, unas palabras de este oscuro personaje develan la raíz y los intereses del integrismo religioso: «La risa mata el miedo, y sin el miedo no puede haber fe, porque sin el miedo al diablo ya no hay necesidad de Dios».

Mientras que los fundamentalistas se presentan como una exclamación andante que pretende la totalidad de cualquier problema, los ironistas, por el contrario, se presentan como un interrogante a esa integridad. En palabras del escritor y novelista israelí, Amos Oz, al fanático no le termina de cerrar la risa:

«Nunca he conocido a un fanático con sentido del humor. Nunca he visto a alguien capaz de reírse de sí mismo que se haya convertido en un fanático. (Sarcasmo, mordacidad y lengua viperina sí que tienen algunos fanáticos. Pero no sentido del humor, ni mucho menos capacidad para reírse de sí mismos). El humor implica cierta inflexión que te permite, al menos por un instante, ver cosas viejas con una luz completamente nueva. O verte a tí mismo, al menos por un instante, como te ven los demás. Esa inflexión nos invita a que nos vaciemos de nuestros aires de grandeza y dejemos de darnos importancia. Es más: el humor conlleva por lo general una buena dosis de relativismo, de descenso de las alturas. (A veces, ese descenso se produce precisamente por medio de una exageración manifiesta). Aunque tengas toda la razón, aunque seas maravilloso y puro como la nieve, conviene que aflore de vez en cuando, aunque solo sea por un instante, un pequeño duende, un duendecillo burlón que haga muecas y se ría un poco de toda esa razón que tienes, de la maravillosa pureza, de lo sagrado y lo irrefutable, y rebaje un poco esa desbordante solemnidad y esos aires de grandeza. El fanático desprecia las “situaciones abiertas”. Puede que el fanático ni siquiera conozca ese tipo de situaciones. Siempre tiene una necesidad imperiosa de saber cuál es “la última palabra”; cuál es la conclusión inevitable; cuando llegaremos al “cierre del círculo”».
(Amos, 2017, pág. 34)    

Como bien lo expresó Kierkegaard, se suele «enseñar que el pensamiento es superior a la ironía y el humor», y esto generalmente ha sido enseñado por hombres que no ríen, que carecen por completo del sentido de lo cómico. Nietzsche también señaló el error de quienes así piensan como un prejuicio que debe ser denunciado, erradicado, al asemejar el intelecto sin humor como una máquina obsoleta, improductiva, un armatoste que genera malestar:

«En los más, el intelecto es una máquina torpe, lóbrega y chirriante que cuesta poner en marcha: le llaman “tomar en serio las cosas”, cuando se proponen trabajar y pensar bien con esta máquina- ¡cuán molesto ha de ser para ellos el pensar bien! La graciosa bestia “hombre” pierde al parecer el buen humor cada vez que piensa bien: ¡se pone “seria”! Y “donde hay risa y alegría, el pensamiento no vale nada”. Así reza el prejuicio de esta bestia seria contra toda “gaya ciencia”. ¡Muy bien! ¡Demostremos, pues, que se trata de un prejuicio!».
(Nietzsche, 1988, pág. 234)

Han sido particularmente los hombres, filósofos y teólogos (entre otros académicos), quienes además de ostentar el monopolio del pensamiento a lo largo de la historia, también proyectan su ejercicio como un compromiso que paradójicamente los ubica muchas veces por fuera de esa realidad, que con toda la seriedad del caso intentan atrapar. Como contraparte de esta práctica hegemónica masculina, la tradición nos presenta el ejemplo de las mujeres que ríen, que ironizan la seriedad, principalmente la pretensión de «verdad» de los denominados metafísicos, de aquellos que por tener los ojos «en las cosas de arriba», tropiezan por tener la cabeza muy elevada.

Mujeres detrás de una cortina - Cecilio Plá

Es muy conocida la anécdota de Platón sobre la esclava tracia, una joven quien sin ningún tipo de reserva se burló del sabio Tales de Mileto, a quien la tradición considera el primer filósofo griego, por intentar buscar una explicación racional de la realidad. Según el testimonio platónico, Tales cayó en un pozo porque iba observando absorto el cielo estrellado que tenía ante sí, hecho que provocó sin restricción alguna la risa de la joven esclava. Sin embargo, desde la Antigüedad, la burla de aquella mujer fue considerada una cuestión grotesca, que no merecía ser valorada por la sobriedad del pensamiento y la racionalidad. La tradición filosófica desde Platón ha calificado la risa como un exceso (Hibris) inaceptable, un desbordamiento que nubla la razón.

No importa si la risa y la ironía provienen de una joven o de una mujer anciana, tanto la filosofía como la teología presentan el ejemplo de dos mujeres que, en circunstancias adversas y de opresión, supieron relativizar el poder de turno y el léxico último que las determinaba. Fue el filósofo alemán Hans Blumenberg quien resumió la conocida y cómica anécdota del protofilósofo con las siguientes palabras: «Filosofía es cuando se ríe. Y se ríe por falta de comprensión».  Desde esta perspectiva, hacer filosofía y teología no consiste en buscar o dar respuestas, menos de paliativos y atajos que faciliten la marcha. Más bien consiste en plantearse preguntas, hurgar en posibilidades y atreverse a recorrer caminos poco convencionales. Las ironistas se ríen de los hombres serios y «profundos», de aquellos que por andar observando el cielo, tropiezan indefectiblemente con la realidad que tienen delante de sus propias narices. El filósofo cae en un pozo, el patriarca sube a un monte (Moriah). Aunque con diferentes direcciones, el precio fue alto. Sin duda, un fuerte golpe para el ego del primero, así como un batacazo para la confianza del segundo. Tales de Mileto y Abraham son la representación de los metafísicos, quienes por buscar más allá de las estrellas un posible sentido, se estrellan en la ironía femenina esbozada en la siguiente crítica a la mesura masculina: «Por andar mirando y tratar de descifrar los misterios del cielo, no tienen idea donde colocar los pies sobre la tierra».    

Las ironistas se ríen de los hombres serios y «profundos», de aquellos que por andar observando el cielo, tropiezan indefectiblemente con la realidad que tienen delante de sus propias narices.

La tradición ha leído, generalmente, la historia del viejo patriarca del Génesis como aquel que, mediante la fe, hizo posible el nacimiento de Isaac, cuyo nombre significa «el que hace reír». Es decir, la risa viene por el creer. Sin embargo, hoy en día, tenemos una sobreoferta de credos y creencias zanjados por la formalidad y la solemnidad que les caracteriza. Por esta razón, parafraseando a Derrida, «yo podría, para mí, pensar en otra salvación». Una que consiga desafiar los cánones y credos del pasado, logrando hacer visible los intereses de quienes los establecieron como «léxico último», a saber, «como un modo de enfrentar lo nuevo con lo viejo», como bien lo señalara Rorty. Sólo mediante una relectura de aquellas prácticas discursivas que van quedando obsoletas en las antiguas formas de interpretación, se podrán asumir otras formas de ver y de creer, otras formas de significado que resultan necesarias en nuestras actuales circunstancias históricas. Me refiero particularmente a la deconstrucción masculina de ciertas teologías excluyentes, así como a la posibilidad de una relectura feminista de la Biblia y de otros textos de carácter religioso.

Isaac, «la risa» hecha carne, es el fruto de una mujer que ríe dentro de sí. Sara ríe, y la promesa se hace posible, se hace carne en su vientre, es engendrada. Isaac es la risa encarnada. Su provocación también es una forma de creer que nos interpela, que nos invita permanentemente al cuestionamiento. ¿Y si la potencia divina que gusta de los desafíos, como lo evidencia la apuesta cósmica del libro de Job, se sintió desafiada por la ironía de la mujer anciana? Acaso no pregunta Dios a manera de reproche frente a la risa de la mujer «¿hay algo imposible para mí?» Incluso, podemos ir un poco más allá y cuestionar el léxico último de la tradición al preguntarnos si acaso en todo este problema de la fe, Sara sólo cumple un rol de incrédula depositaria. ¿Y si en lugar de eso deconstruimos la narrativa misógina y nos damos a la tarea de imaginar que, si bien Abraham es el padre de la fe, Sara también es la madre de una risa redentora? ¿No dice acaso la vieja Sara, mientras alimenta a Isaac (la risa) en su arrugado seno, que Dios le ha hecho reír, y que todos los que escuchen su historia también reirán con ella? Pagar el pediatra con el dinero de la pensión, es, sin lugar a dudas, una historia que siempre arrancará unas cuantas carcajadas liberadoras.

¿Y si en lugar de eso deconstruimos la narrativa misógina y nos damos a la tarea de imaginar que, si bien Abraham es el padre de la fe, Sara también es la madre de una risa redentora?

Mujeres en la ventana - Bartolomé Esteban Murillo

No fue el carácter formal y obediente de la fe de Abraham lo que hizo posible el nacimiento de Isaac. Quiero imaginar, libre de aquellas espiritualidades descarnadas y abstractas, que la risa se hace carne porque es la carne la que ríe. Fue la ironía de una mujer des-domesticada y libre la que hizo posible su concepción, así como la salvación de su inmolación. Pedir el sacrificio de Isaac era, para Abraham, una prueba de su fe. Dios le pide que sacrifique su alegría en el altar de la obediencia y la seriedad. Finalmente, cuando el cuchillo se levanta para cumplir la orden, la voz divina le exige al viejo patriarca que se detenga, que no extienda su mano contra su hijo. Así salvó Dios a la risa del sacrificio de la fe, y no necesariamente por ésta. Hay teologías y espiritualidades cuyo rostro carece de redención.   

Entonces, ¿cuál podría ser esa hermenéutica que posibilita una nueva forma de redención? Pues bien, que «la fe no solo viene por el oír», como dicen las Sagradas Escrituras, sino también por el reír, como lo atestigua en muchas ocasiones la historia. Bien lo expresa Ernesto Sábato en su libro-testamento «Antes del fin». En el capítulo «pacto entre derrotados», el escritor argentino narra una anécdota que sirve como ejemplo a esta cuestión:

«En un archivo donde colecciono papeles, recortes que me ayudan a vivir, tengo una fotografía del terremoto que destruyó hace años Concepción de Chile: una pobre india, que ha recompuesto precariamente su ranchito hecho de chapas de zinc y de cartones, está barriendo con una escoba ese pedazo de tierra apisonada delante de su casucha. ¡y uno se hace preguntas teológicas! ¡Cuánto más demostrativa es la imagen de la pobre indiecita que sigue barriendo su casa y cuidando a sus hijos! Esta clase de seres nos revelan el Absoluto que tantas veces ponemos en duda, cumpliéndose en ellos, como dijera Hölderlin, que donde abunda el peligro crece lo que salva».
(Sábato, 1998, pág. 206)

Con mucha razón, algunos consideran que el mundo es un teatro y la vida una tragicomedia. A partir de estas ideas otros experimentan la existencia como un sinsentido, un absurdo que no da lugar a la fe y a la alegría. No obstante, es necesario decir que aunque este absurdo resultaría ser la negación de cualquier significado, en ocasiones su aparición hace posible la revalidación de la fe. «En efecto, lo que ocurre no es tanto que sea preciso creer porque algo es absurdo, sino más bien que la percepción de la absurdidad induce a la fe. No hace falta decir que no hay nada de inevitable en esta progresión. Sólo aparece como una posibilidad enigmática. En otras palabras (y más allá de lo que quisiera decir realmente Tertuliano con su “credo quia absurdum”) lo absurdo no es el objeto de la fe. El mundo es absurdo; luego, la fe es posible» (Berger, 1997, pág. 293).

Hombres y mujeres que, en las horas más oscuras de su tiempo, en lugar de llorar o de someterse, optaron por reír (o barrer) frente a sus crudas circunstancias. Risas que en lugar de afirmar un posible ateísmo lo desmontan, que en lugar de proyectarse satánicas se presentan como «risa de Dios». Es fundamental recuperar esas risas salvíficas, aquellas que nuevamente nos hacen creer. ¿Acaso no lo hemos experimentado en muchos pasajes de la vida? A esa pregunta respondemos con vehemencia y sin ninguna duda: ¡sí!, ¡definitivamente sí!, hay risas que siempre nos devuelven la fe. Risas salvíficas. Risas redentoras.

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