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¿El sueño americano? XVIII Domingo del tiempo ordinario

Para muchos de nosotros, el sueño americano se ha convertido en un símbolo de progreso y bienestar. Para quienes venimos de países latinoamericanos, de alguna manera hemos mirado este país como un modelo a imitar. Pero tenemos poca conciencia de la trampa oculta que hay detrás de esa imagen de felicidad que nos vende la publicidad: una casa grande, un carro último modelo, lujos y comodidades que se pueden convertir en todo menos en bienestar. 

Trabajar duro para vivir bien. Y ¿qué es vivir bien? ¿Tener una casa más grande, un carro más grande, un teléfono de última tecnología?  Tristemente he escuchado a muchos padres diciendo: “yo trabajo para darle a mi hijo lo que no tuve”, pensando solo en las cosas materiales. Cuántas carencias en nuestras vidas no son más determinantes que las materiales. De hecho, ciertas carencias materiales nos han hecho más creativos, más ingeniosos, más recursivos.

Las lecturas de este fin de semana nos invitan a meditar sobre la avaricia y a poner las cosas en su sitio. El libro de Eclesiastés, en la primera lectura, propone una mirada crítica sobre nuestros afanes y fatigas, lo que perseguimos y lo que deseamos detrás de todo el esfuerzo que empleamos en conseguir cosas. Por su parte, el evangelio llama la atención sobre la avaricia. Esta es el afán desmesurado de acumular riquezas o de tener más de lo que se necesita.

Todo exceso evidencia una carencia profunda. Me pregunto entonces qué es lo que se oculta en el corazón de una persona avara. Más aún ¿qué es lo que se oculta en mi cuando quiero tener más y más, cuando gasto más de lo que tengo?

La avaricia nos abre los ojos para envidiar lo que los otros tienen, pero nos cierra el corazón ante la necesidad de los demás.

La trampa de la avaricia es que nos hace pensar que la felicidad viene con lo que compramos o conseguimos. Y nos vemos envueltos en el círculo infinito de querer tener. Nos vamos olvidando de las cosas que realmente son importantes en la vida, o mejor, de las personas, que son lo más importante en la vida.

La triste verdad del sueño americano es que hoy tenemos carros más lujosos pero no somos capaces de atravesar la puerta de la habitación de nuestros hijos. Hoy tenemos un celular más fino pero pocas veces hablamos cara a cara con los de nuestra propia casa. Tenemos un lujito aquí, otro lujito allá pero no nos damos cuenta del dolor o la tristeza de quienes viven o trabajan con nosotros. La avaricia nos abre los ojos para envidiar lo que los otros tienen, pero nos cierra el corazón ante la necesidad de los demás.

La semana pasada el evangelio nos enseñaba a orar y a pedir como hijos, porque reconocemos que Dios es Padre amoroso que sabe lo que necesitamos y nos da lo necesario.

Cuando el corazón se torna autosuficiente y creemos que todo lo que tenemos es el fruto de nuestro trabajo y esfuerzo, la ingratitud se adueña de nosotros y la avaricia empieza a hacer carrera.

San Pablo, en la segunda lectura, nos invita a poner los ojos en la nueva vida que hemos obtenido en Cristo Jesús. “Poner todo el corazón en los bienes del cielo y no en los de la tierra” no significa despreciar los bienes materiales, pues los necesitamos, pero sí darles el lugar apropiado en nuestra vida, que definitivamente no es el primero. Se trata de cultivar aquello que nos permite vivir y disfrutar de las cosas sin dejar que el alma se desagüe por las preocupaciones de lo que nos falta o lo que deseamos.

Jesús enseña a sus discípulos a cuidarse de la trampa de la avaricia, no solo con la parábola que escuchamos hoy, sino con su misma vida, desprovista de toda mezquindad, desapegada de todo, hasta de la necesidad de aprobación o aceptación. Jesús les muestra a sus seguidores que lo que verdaderamente nos hace ricos delante de Dios no es más que ofrecer lo mejor de nosotros, sin miedo a perder, porque sabemos que, como decía Santa Teresita del Niño Jesús: “Todo es Gracia”.

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