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Banquetes, lugares, humildad: Domingo 1º de Septiembre – XXII Domingo del tiempo ordinario

Esta semana un hermano sacerdote de una diócesis vecina me invitó a la celebración de su 25º aniversario de ordenación. Era una fiesta sencilla, corta, muy cálida. No había lista de regalos, ni tarjetas, ni reservaciones, ni banquetes o trajes elegantes. Tenía un poco de temor porque todo el mundo se conocía entre sí, pero yo no conocía a nadie. Mi amigo se encargó de presentarme a cada uno de los invitados quienes me acogieron con una amabilidad asombrosa, me hicieron sentir en casa. La conversación fluyó tranquila al ritmo de la música discreta, las bebidas y la comida, que aunque deliciosa, nada extravagante. La fiesta era una excusa para charlar, para conocernos, para disfrutar la compañía de unos y otros.

Las relaciones humanas están atravesadas por determinados intereses que pueden ser loables, como el beneficio común, el logro de algunos objetivos o metas que nos ayuden a progresar como individuos o como comunidad, entre otras. También hay intereses que no son tan loables, aquellos que buscan el beneficio individual a costa del malestar o el perjuicio de otros. 

La carta a los Hebreos dice que “la palabra de Dios… discierne sentimientos y pensamientos del corazón”. Por lo tanto, la Biblia nos invita constantemente a hacer un ejercicio de revisión y purificación de esos intereses, acogiendo la humildad como uno de los principios que oriente nuestras acciones.

Las lecturas de este fin de semana pueden ser leídas con esos lentes. La primera lectura (Eclesiástico 3: 17-20.28-29) nos invita a ejercitar una actitud constante e intencional de humildad.

La palabra humildad proviene del latín “Humus” que significa tierra, barro. En el lenguaje espiritual, la humildad ha sido entendida como la capacidad de abajarse, de despojarse de toda intención o deseo de grandeza. Pero si nos sujetamos al significa de la palabra “humus” (tierra) la humildad tiene que ver con la capacidad de ponerse en el lugar adecuado, ni más ni menos. Ser humilde, humillarse, vivir humildemente, entonces, podría ser comprendido como una actitud permanente de recordar quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. El relato del Génesis utiliza la metáfora del barro como elemento primordial  para referirse a la fragilidad de la condición humana. 

Una auténtica humildad cristiana, por tanto, no consiste en despreciarse o considerarse sin ningún valor, ni renunciar a la capacidad de soñar o querer superarnos (¡y vio Dios que todo era bueno!), sino más bien considerar que toda grandeza y valor humano no se basa solamente en nuestros logros o desaciertos, en lo que hacemos o dejamos de hacer sino que procede del amor de Aquel quien nos ha creado. Humildad entonces sería saber ponerse en el lugar adecuado, ni más ni menos.

Hablando de lugares adecuados, la primera enseñanza del evangelio de hoy (Lucas 14:7-11) es bastante práctica, y parece ser que no tuviera un contenido religioso, sino más bien una norma de etiqueta que Jesús ofrece a todo el mundo. No busques los primeros puestos en un banquete para que no seas “humillado”, o sea, para que no tengan que recordarte, de una manera vergonzosa, de dónde viniste o quién eres.

La segunda enseñanza (Lucas 14:12-14) también aparece como una recomendación sapiencial para todos aquellos que están buscando una recompensa (tanto en la tierra como en el cielo).

Pareciera ser que estas recomendaciones son inocuas, pues no prometen ni premio ni castigo de parte de Dios, solo son instrucciones para una mejor convivencia. Pero no podemos perder de vista que detrás de estos consejos está el anuncio del Reino de Dios. De modo que Jesús está describiendo, de manera práctica, cómo aparece el Reino en medio de las personas y cuál es el comportamiento de aquellos y aquellas que lo ha descubierto en su vida.

El Reino de Dios invita a todos a participar de una experiencia de comunión, en la cual los puestos importantes se reservan para los que más los necesitan.

El Reino de Dios invita a todos a participar de una experiencia de comunión, en la cual los puestos importantes se reservan para los que más los necesitan, porque están enfermos, angustiados, sufriendo, con la vida destrozada. Los que son más ricos (en bienes materiales, en amor, en espíritu) se muestran generosos con quienes tienen poco, compartiendo sin miedo a quedarse sin nada porque saben que Dios es la fuente inagotable de toda riqueza.

Nos hemos acercado a este mensaje (al evangelio, al mensaje de Dios, de la salvación) como quien es invitado a una fiesta, como dice San Pablo en la segunda lectura: “la reunión festiva de miles y miles de ángeles, a la asamblea de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo”. Hemos llegado al banquete del “Juez de todos los hombres”, que tiene un juicio de amor y no de condenación. Tal vez hemos llegado sin conocer a nadie, pero encontrándonos con otros que también acogieron la invitación y disfrutan la de la presencia alegre y gozosa de los demás.

Así es el Reino, un banquete en el que todos tenemos un lugar, una fiesta a la cual todos hemos sido invitados por un anfitrión que nos acoge con amor, porque es la celebración de la salvación. Es un banquete en el que los puestos de honor pasan a un segundo plano. Es una fiesta que celebra el valor y la dignidad de todos los hombres y mujeres, amigos y amigas de Dios.

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