PayasoPortada

Cristo, el payaso

Hacia una teología de la resistencia y la re-existencia

Pues la locura de Dios es más sabia 
que la sabiduría humana, 
y la debilidad de Dios, es más 
fuerte que la fuerza de los hombres.
San Pablo, 1Cor. 1, 25

Rescatar la figura del payaso para la teología resulta una tarea indispensable que necesita ser considerada junto a sus elementos más característicos: el juego, la fiesta, la risa, la ironía. En este sentido, la siguiente reflexión quiere apuntar a dos conceptos básicos que pueden posibilitar otras formas de pensar la fe y de hacer teología a través de esta olvidada e incomprendida figura: la resistencia y reexistencia.

Cristo el payaso: figura de la resistencia

En el teatro griego clásico existen dos personajes dramáticos que resultan importantes para comprender la función crítica del payaso. Uno de ellos es el “Alazon”, y el otro el “Eiron”. El primero era considerado un charlatán, un arrogante que abultaba con palabras cualquier hecho. El segundo era quien se encargaba de desmentirlo, de refutar sus razones, de desnudar sus pretensiones. El Alazon, en su discurso, todo lo inflaba. El Eiron (equivalente a la ironía), lo pinchaba. En la filosofía encontramos el ejemplo de Sócrates, quien con su ironía (eiron), se hacía pasar por tonto desinflando las falacias de los sofistas y de las autoridades atenienses (alazones).   

Dentro de la reflexión teológica, la figura del “payaso” no es ninguna novedad, aunque su propuesta haya caído en el olvido siendo considerada en algunos círculos religiosos una imagen poco familiar y especialmente grotesca. Sin embargo, algunos especialistas como Peter Berger y Harvey Cox, propusieron el rescate de esta imagen en el desarrollo de una teología alternativa que no solo recupere el carácter transgresor que nunca debió perder, sino también la dimensión cómica que se puede expresar a través de la fe. 

Señalan algunos estudiosos del tema que hablar sobre “sentido del humor” es referirse específicamente a la capacidad que tienen algunos de  percibir lo cómico en la rutina y el sinsentido en los cuales la vida se puede tornar.  Peter Berger así lo señala cuando analiza este fenómeno en el devenir de los días de cualquier persona: “Lo cómico es aquello que permite la emigración de la realidad dominante o absurda a una parcela finita de significado”. Lejos de creer que se trata de una simple fuga que obedece a una ética pragmática evitando a toda costa un enfrentamiento con la realidad, una “parcela de significado”, en este caso lo cómico (no una realidad supraterrenal) se constituye, por el contrario, en una forma de encarar la realidad, de resistir sus complejas circunstancias.  

Si bien es cierto que no hay una referencia directa en las Escrituras sobre la imagen de Cristo como payaso, efectivamente podemos encontrar algunos pasajes que nos permiten interpretar y rescatar la aparición de esta figura. 

Una antigua tradición grecorromana como el “Grafito de Alexámenos” ya establecía cierta relación con el texto sagrado al presentar un crucificado con la cabeza de un asno, tratándose  de una cruel parodia de los romanos al cristianismo. Para estos, la crucifixión resultaba un problema casi imposible de asumir. Y es que la idea de un dios crucificado era absurda para la mentalidad de la época, aunque dos ejemplos de esta parodia que se hallan en las escrituras arrojan una luz importante sobre su problemática.

«Alexámenos. ¡Adorad a dios!»

Antes de ser conducido al lugar de su ejecución (Mt 27), el evangelio señala que Cristo fue disfrazado como “rey” por la acción de algunos soldados romanos quienes le visten de color púrpura, elaborando una corona de espinas que colocan en su cabeza, y entregando una caña en su mano derecha que representa un cetro. “¡Salve!, ¡rey de los judíos!”, vociferaban los soldados romanos mientras se burlaban del cómico prisionero, tal vez haciendo ademanes de venia al remedo de un monarca. 

En este pasaje es clara la intención del escritor de presentar a Cristo como una figura no solo ridiculizada, sino también ridícula, es decir, quiere exponer el absurdo de la contradicción mesiánica: la locura de un rey que calla, que sufre, que soporta los golpes, los agravios, las burlas de quienes le observan con desprecio. El paralelo con la figura del payaso es de un significado importante. Cristo es ataviado con ropa de colores, tiene una corona de espinas que equivale al sombrero del bufón y una vara que se asemeja al garrote que utilizaba el arlequín. 

Así mismo, se puede observar cómo Cristo, montado sobre un asno (Mt 21), debió parecerles a muchos una completa locura, una necedad que omite intencionalmente el evangelista porque responde a otros intereses que en el texto no se presentan. Un rey entrando triunfante a la ciudad sagrada sobre el lomo de un burro, sin duda, resultaba una idea grotesca, risible, de una comicidad sin par que surgía de la incongruencia del hecho con el testimonio de la experiencia histórica. 

¿Acaso no consideraríamos que se trata de una parodia hecha a los poderosos y sus relucientes ejércitos, acostumbrados estos a ingresar triunfantes a las ciudades conquistadas sobre adornadas carrozas y fuertes bestias? Y con relación a esto ¿no es causa de risa la disconformidad presente a través de un humilde aldeano montado en un burro cuyo ejército es una multitud de marginados que gritaban alabanzas y cuyas pretensiones debieron parecer ridículas? 

Lejos de una posición o mentalidad victimista, en la que dicha burla se expresa como una crítica al seno de la fe cristiana, desde la figura del payaso esta se vuelve un arma contra los poderes de turno, un absurdo que busca poner “patas arriba” el orden establecido, trivializar la solemnidad, profanar los referentes sagrados. Es la locura de Dios en Cristo: 

El mismo Cristo debía ser para ellos un santo loco. Más aún. Incluso en el retrato bíblico de Cristo aparecen elementos que fácilmente pueden sugerir los símbolos del payaso. Como bufón, Cristo desafía la costumbre y se burla de las testas coronadas. Como trovador errante, no tiene donde reclinar su cabeza. Como el payaso en el desfile circense, satiriza a la autoridad existente haciendo su entrada en la ciudad sobre una montura y rodeado de aparato real, siendo así que no tiene poder terreno. Como un juglar, frecuenta convites y reuniones sociales. Al final, sus enemigos lo visten con una burlesca caricatura de vestidura real. Es crucificado entre burlas e insultos y con un «INRI» sobre su cabeza, que satiriza sus ridículas pretensiones”. 

Harvey Cox

Messkirch Mocking of Christ

Dicho de otra manera, lo cómico continuamente se establece como un modo de resistencia frente al peso molesto de los días. Berger trata de explicar cómo el humor detecta lo cómico en cualquier situación, convirtiéndose, contrario a lo que muchos creen, en una auténtica forma de asumir la realidad al develar sus manifiestas contradicciones:

“…al escuchar un chiste, por un breve instante nos sentimos dispuestos a aceptar el mundo ficticio de la farsa como una realidad, con respecto a la cual adquiere un carácter absurdo el mundo de nuestra vida cotidiana”. 

Peter Berger

Una breve filosofía sobre el caricato arrojaría luces importantes en la comprensión que amerita este asunto. En casi todas las funciones que ejecuta, el payaso es apaleado, afrentado, humillado, burlado, derribado y hasta casi vencido, pero nunca definitivamente derrotado. El gracioso personaje siempre se las arregla para ponerse nuevamente de pie, lucha sin desistir hasta el cierre de su actuación. 

Por lo general, ningún espectáculo del caricato como figura central concluye con su rendición o aniquilación, al contrario, siempre termina sobreponiéndose a las circunstancias más adversas, riéndose de todo aquello que parecía su desgracia o su perdición. El payaso ríe de último porque se da a la tarea de trivializar el dolor y el sufrimiento, los resiste, aunque una vez lejos del maquillaje y el vestido de colores, como todo ser humano vulnerable, haga manifiesta su particular tristeza. 

Una vez más, y lúcidamente, Berger desarrolla esta cuestión en sus líneas, señalando su sentido teológico-soteriológico, así como el papel combativo que juega lo cómico en la experiencia de fe:     

“El muñeco (el payaso) que salta de la caja de sorpresas representa la figura inversa. Es una réplica mecánica de la misma negación de la caída que representan una y otra vez todos los payasos cuando invariablemente se levantan por muchos batacazos que se den (…) Si el batacazo es un paradigma antropológico, el muñeco que salta de la caja de sorpresas es un paradigma soteriológico, o sea, un símbolo de redención (…) El muñeco que salta de la caja de sorpresas y el tentetieso son simbolizaciones adecuadas de la resurrección. De conformidad con esta imagen, Cristo habría sido el primer “hombrecillo” que se levantó y, como explicó el apóstol Pablo, este es el fundamento de nuestra propia esperanza de que algún día podremos superar definitivamente el batacazo primordial, la caída original”. 

El teólogo/a payaso/a: modelo de re-existencia

Apelando a la noción que elabora Adolfo Alban Achinte, podemos definir la re-existencia como aquella forma de re-elaborar la vida auto-reconociéndose como sujetos de la historia, la cual es interpelada reafirmando lo propio sin que esto genere extrañeza; revalorando lo que nos pertenece desde una perspectiva crítica frente a todo aquello que ha propiciado la renuncia y el auto-desconocimiento. 

Aunque la propuesta del antropólogo y artista colombiano se inscribe originalmente en los estudios decoloniales, es importante observar que su sentido -más allá de su contexto de reflexión- se remite a una creatividad, al desarrollo de una subjetividad que ya no solo niegue el poder, es decir, lo objeta defensivamente, sino también a la capacidad de rescatar lo propio que ha sido negado por el poder, logrando constituir una forma distinta de percibir, de sentir, de existir.    

Una buena referencia a esta cuestión se puede observar en el cortometraje “Parable” (1964) del director estadounidense Rolf Forsberg para el consejo luterano. Antes que el famoso y actual “Guasón”, esta película fue galardonada con el premio “León de Oro” del Festival de Cine de Venecia, uno de los más importantes del mundo junto al Festival de Berlín y el de Cannes. En esta producción se expone de manera brillante el drama y la comedia que representan el mundo y el ser humano desde una perspectiva del evangelio, desarrollando el problema de un payaso bondadoso que tipifica a Cristo, encargado de hacer el bien a los integrantes del circo que continuamente son explotados por su dueño. 

La historia comienza cuando los personajes de un circo desfilan a través del campo anunciando su llegada. En la parte posterior del desfile, cerrando la comitiva, se halla un payaso como una figura desvalorizada, cabalgando sobre un pequeño asno, casi desconectado del grupo. En el cortometraje no hay diálogo, solo música y pantomima como acción. 

Frente a la inflexible actitud del director del circo quien toma a sus servidores como marionetas, el payaso asume el lugar de los títeres humanos dejándose atar y asesinar. Ante este acto de amor y entrega manifiesto, el tirano, profundamente arrepentido, trata de reanimar su cuerpo sin obtener respuesta alguna.  La historia concluye con dos escenarios hilvanados por una misma causa y consecuencia, a saber, la experiencia transformadora del payaso en la vida de quienes fueron sus seguidores, siendo ahora estos compasivos y solidarios con otros, y la conversión del director del circo (Magnus) quien, profundamente conmovido y arrepentido, pinta su cara de blanco tomando el último lugar en el desfile de cierre sobre un pequeño asno, caracterización de Cristo resucitado entre sus seguidores.

Tomando el mensaje central de este cortometraje, es necesario hacer énfasis en la importancia de reelaborar nuestras subjetividades. Re-existir en la figura del “payaso” significa una alternativa frente a las luchas que a diario atravesamos como seres humanos, reconociéndonos contingentes, necesitados, vulnerables, pero a su vez, creativos y provocadores, pues cambia nuestra perspectiva y la forma como asumimos la realidad. Los titiriteros del poder dejan de ser el terror que controla y se convierten en figuras patéticas. Desisten de ser “Magnus” (grandes) para convertirse en pequeños payasos al final de la comparsa. 

De trapecistas y payasos. ¿Teólogos de los aires o del lodo?

También la vida es semejante a un circo. Sobre su arena se desarrolla día a día el drama de lo humano que busca un referente de sentido frente a la tragedia que le embarga, pero que en ocasiones no parece encontrar un asidero en nuestro quehacer teológico. ¿Por qué? Tal vez su razón se encuentre en el papel que cumplen los teólogos y las teólogas durante la función. Su formalismo y seriedad los ubica mucho más en el rol de acróbatas que en el oficio de payasos. 

Llamo “teólogos-trapecistas” a todos aquellos cuya teología no responde a las necesidades reales de su contexto, ni al acompañamiento de las luchas populares que se originan en el seno de las sociedades. Teologías más preocupadas por el “mundo futuro”, que por el “futuro de este mundo”. Tomando un término de Richard Rorty, son las teologías “metafísicas”, con pretensiones de universalidad, colonialidad, que hacen incisión entre el cuerpo y el alma, y justifican su desidia arguyendo que el “Reino de Dios no pertenece a este mundo”.  

Como buenos trapecistas, estos teólogos permanecen dando volteretas en el aire, caminando en las alturas, siempre guardando el equilibrio, prudentes, moviéndose estratégicamente en las cosas de “arriba” sin colocar los pies en la tierra. Nunca se ensucian porque siempre están suspendidos en sus disquisiciones espirituales. “Teólogos acróbatas”, más preocupados por arrancar aplausos y ovaciones que por generar risas y contradicciones. Gremio fuerte de “agelastas” que no ríen, ni hacen reír.  

Urgen “teólogos payasos”, de esos que no temen al ridículo, que son maestros de paradojas, que denuncien las tiranías de los grandes, de los “magnus” de turno para estar más cerca de los pequeños, aunque muchas veces este atrevimiento les implique morder el polvo. Teólogos de todos los colores, diversos, incluyentes, que resisten los tonos blancos y pálidos, propios de la moral de los acróbatas. 

“Teólogos-payasos” que, en contraste con la fuerza de los especialistas del aire, exhiban su inconsistencia, su vulnerabilidad, mostrándose “desequilibrados”, torpes, como aquellos que tropiezan y caen muchas veces pero en medio de su fragilidad  logran levantarse, se quitan el lodo y nunca se dan por vencidos a pesar de los batacazos de la vida. 

En este sentido, urge retomar la figura del payaso como una apuesta teológico-política de la reexistencia frente a los poderes de turno, pero a su vez, una crítica a nuestra propia condición humana, pues todos somos payasos que necesitamos ser confrontados con nuestras propias máscaras.  

Menos teólogos y más teogelastas, que estos últimos pongan de manifiesto la lógica absurda de la madurez, que asuman nuevamente el rol sagrado de los bufones, oficiando como sacerdotes de un nuevo culto y como profetas de una nueva denuncia. Así lo señala Cox citando a Kolakowski: “la filosofía del bufón es una filosofía que en cada época denuncia como dudoso lo que parece inconmovible; señala las contradicciones de lo que parece evidente e incontestable; ridiculiza el sentido común hasta convertirlo en absurdo; en otras palabras, asume el duro trabajo cotidiano de la profesión de bufón, junto con el inevitable riesgo de parecer grotesco”- Harvey Cox. 

Por último, si la teología es una forma de juego, entonces su función debe estar al servicio de aquellos que son el objeto de burla del mundo adulto: los pequeños. Estos que -sin ser tomados en serio generalmente por los mayores- son apartados tal como hicieron los discípulos con quienes intentaron acercarse a Jesús. Son los “pequeños” del evangelio con sus paradojas, aquellos que sin dejar de lado el canto solemne al Cristo de la corona, también logran bailar con el Cristo del sombrero de colores. 

Con relación a esto, Harvey Cox desarrolla un bello poema que así lo testimonia:  

¡Detened a ese hombre!
El maquillado malabarista, con su mueca estúpida
y todo su abigarrado cacareo de arlequines, gruesas damas y tragasables.
Son todos unos impostores, pienso yo.
Al menos intrusos molestos en nuestro bien calculado
y libre de sorpresas universo.
Habíamos leído que estaba muerto.
No se puede creer todo lo que se lee en estos tiempos, pero lo hemos hecho,
a pesar de los lirios, las antífonas y todo lo demás.
¡Ah! Sabíamos que la nariz nos picaba por algo,
con todos los abalorios, y mantras, e incienso.
Pero él era tan gris e inasequible….
Embalsamado por la iglesia y por el Estado. Para ser visto en grandes ocasiones no festivas.
¿De veras ha vuelto el juglar? 
¿Ese inepto trovador cuyos apolíticos juegos de manos le llevaron finalmente a ser linchado por las fuerzas de seguridad imperiales?
¿Ha vuelto? Imposible. Aunque existan esos extraños rumores, 
que vienen de fuentes poco fidedignas de siempre: gente despreciable y poco de fiar,
conocidos mentirosos, damas de dudosa reputación, prestidigitadores. 
Ellos dicen que él vive, como el amor y la risa y la eterna credulidad del hombre.
Pero ¿quién puede creer a gente como ésta? 
Los niños lo hacen y también los locos. 
Quizá las muchachas de los parquímetros,
Pero ¿quién más? ¿quién más?
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