LaBolsaYElPerro

El ángel de la bolsa y el perro

Por Gregorio Restrepo Arango

Llevábamos más de 6 horas en el Land Rover destartalado del papá de mi amigo (a quien llamaré Juan). Arrancamos de Medellín a eso de las 9:00 p.m., aproximadamente, rumbo a Cartagena. La suspensión brillaba por su dolorosa ausencia, especialmente para mí, que iba atrás agarrándome como podía de un par de varillas que sostenían la carpa. Habíamos cambiado unas 4 veces de lado el mismo casete donde los Chunguitos hacían llorar sus guitarras. El mareo que sentía, bien podía ser producto de la pasmosa velocidad, unos 30 kms/hora, la estridencia de los Chunguitos, el calor vaporoso de las carreteras que bordean el río Cauca, o el hambre. Era el hambre, sin duda, lo que me dominaba. 

Juan era un hombre sabio, sereno, de movimientos lentos y mirada penetrante. Era de esas personas que escogen bien sus palabras, al menos así me acuerdo de él. Médico de la Universidad de Antioquia, defensor de los Derechos Humanos, profesor y ateo. Recuerdo encontrarlo por las tardes sentado en la mecedora de su casa, con barba larga, en chanclas, tejiendo y leyendo, mientras se balanceaba de atrás hacia adelante. Un hombre muy humano. Hizo parte de un grupo de personas que soñaron con superar una visión de país elitista y excluyente. Se propusieron una Colombia solidaria, amplia y justa, donde todas las personas tuvieran cabida y oportunidades. Esto les costó la vida a algunos de sus amigos, otros, como él, tuvieron que exiliarse para conservarla.

Eran aproximadamente las 3:00 a.m. cuando pasamos junto a uno de esos comederos de carretera que viven llenos de comensales. La cantidad de carros y camiones en un parqueadero suelen ser un claro indicador de lo rica que es la comida en un lugar. Nos sentamos, por fin. El papá de mi amigo nos dijo que pidiéramos tranquilamente lo que quisiéramos. Pasados unos 10 minutos me sirvieron un plato enorme y rebosante. Apenas empezaba a saborear esta delicia criolla, cuando de la nada apareció un hombre que en su cara evidenciaba el hambre. Lo había visto acostado en la entrada de aquel sitio junto a su perro. Se paró en silencio frente a nuestra mesa a mirarnos comer, justo al lado mío, como esperando a que le ofrecieramos algo.  Él, su perro, y una bolsa plástica en una de sus manos. La escena era delirante, por decir lo menos. La incomodidad, latente. Yo tenía al frente a Juan quien levantó su cabeza para ver lo que estaba ocurriendo, pero siguió comiendo como si nada. Debieron transcurrir unos 10 segundos más, cuando de repente, este señor tomó mi plato, abrió la bolsa y sin mediar palabra alguna, empujó con el cuchillo la comida, toda. Yo me quedé pasmado, no me dejó absolutamente nada. Mientras vaciaban mi plato, miré a Juan para ver si haría algo. Él le clavó la mirada al señor sin decirle una sola palabra. No hubo recriminación alguna en ella. Tampoco me miró a mí en ningún momento, ni evidenció incomodidad alguna por lo ocurrido.

 Mi amigo miraba la escena en completo silencio, perplejo. Cuando hubo terminado, el hombre se dirigió a nosotros y nos dijo: “Es que mi perro tiene hambre…”, salió y se fue. Por segunda vez Juan bajó la cabeza y siguió comiendo, como si nada. No se pronunció ni una sola palabra durante el resto del tiempo que pasamos allí. Me quedé esperando a que Juan me invitara a pedir algo más, nunca ocurrió. La comida que se pidió ya se había repartido. Mi amigo me ofreció de lo suyo.

Al salir, recuerdo la más extraña sensación. Seguía con hambre y estaba indignado con el hombre que me arrebató la comida, me sentía violentado. A la vez una rara satisfacción me acompañaba al saber que la comida se la había quedado este señor y no yo. Sin duda él y su perro la necesitaban con más urgencia. Era como si el papá de mi amigo me hubiera hecho un regalo al permitir que esto ocurriera y no comprarme nada más. La justicia retributiva no fue satisfecha, pero la restaurativa, en parte, sí. Juan fue copartícipe con aquel hombre de aquello que parecía la puesta en escena de una obra magistral, así lo leí en aquel momento, lo pude ver en sus ojos. Lo admiré.

Algo muy hondo se evidenció ese día. Tuve la impresión de que cumplimos todos con una cita divina. Hoy veo la presencia misteriosa de Dios en aquella situación. Ese día recibí de Juan una lección de lo que cuesta la entrega, el donar y donarse. Una lección que él tenía bien asimilada en su corazón. Fue coherente en su amor por los marginados, y habiéndolos amado, los amó hasta el fin. Esta es una de las dos escenas que marcaron mi vida para siempre, la segunda será ocasión para otro relato.

Débora Arango - Sin título

Gregorio Restrepo Arango está casado con Carolina Botero. Es papá de Agustina y Cipriano.
Seguidor de Jesús y teólogo. 


Actualmente hace parte de la Comunidad de fe El Olivo, en el municipio de Envigado, Antioquia, en Colombia. 

Share on facebook
Share on twitter
Share on email