SEMBRAR Y ESPERAR Domingo XV del tiempo ordinario

La Biblia utiliza muchas metáforas tomadas de la vida agrícola. Una de mis favoritas es la siembra. Este es un proceso laborioso que requiere una combinación de esfuerzo y confianza, emulando un poco la tensión existente en la vida cristiana entre el hacer y el confiar, el trabajar y el aguardar en la providencia divina. El lenguaje psicológico lo refiere como el balance entre el “locus de control interno y externo”.

Quien siembra conoce el dispendioso trabajo de preparar la tierra, abonarla y surcarla. Sabe de los riesgos que corre la semilla por los imprevistos cambios del clima o la presencia de animales.

Sabe también que, a pesar del esfuerzo, la labor y tiempo dedicado, quien hace crecer la semilla no es el sembrador sino la fuerza vital contenida en los elementos, aire, agua, tierra, fuego, criaturas de Dios continuadoras del ciclo vital. Por su parte, el labriego se sabe a sí mismo sembrador y simiente, agente y ayudante, colaborador del proceso creativo de Dios con manos de campesino, abiertas para nutrir el mundo.

Al utilizar la metáfora de la siembra, la parábola del sembrador en el evangelio de Mateo 13:1-9  nos quiere hablar de un proceso largo y complejo en el cual se unen el esfuerzo humano y la voluntad creadora y renovadora de Dios, a la cual canta el poeta Isaías (55:10-11) en la primera lectura como palabra-lluvia divina que nutre y hace crecer:

“Como bajan del cielo la lluvia y la nieve

y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra,

de fecundarla y hacerla germinar,

a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer,

así será la palabra que sale de mi boca:

no volverá a mí sin resultado,

sino que hará mi voluntad

y cumplirá su misión”.

El evangelio nos pone al frente de la imagen de la siembra y el cultivo para llevarnos a la contemplación de lo que ocurre en nuestra propia vida. La semilla del reino es plantada, y poco a poco da frutos. El proceso es lento, a veces, insufriblemente. Son tan altas nuestras expectativas debido a las exigencias propias y de otros tener cosechas abundantes y perfectas que al final solo generan ansiedad y estrés por resultados irreales.   

Si olvidamos el significado de este precioso símbolo, se hace necesario meditar nuevamente en el ciclo de la naturaleza, volver la mirada sobre el campo sembrado, respirar profundo y confiar en el esfuerzo realizado y la recompensa en la cosecha venidera, como lo hace el campesino, quien después de haber regado la semilla se va a descansar esperando que ella siga su curso natural, hasta que aparezca el fruto a su tiempo.

Así podríamos comprender el reinado de Dios, presencia viva y eficaz de la trinidad. Esto acontece poco a poco en la vida de quienes escuchan y reciben el mensaje. Como la semilla se nutre del agua y el viento, la tierra y el sol, este anuncio se nutre de los distintos acontecimientos, la compañía de hermanos y hermanas e inclusive de los retos y las dificultades inherentes a la vida como alicientes de la esperanza del fruto esperado, como lo dice San Pablo en la segunda lectura:

Sabemos, en efecto, que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto; y no sólo ella, sino también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, anhelando que se realice plenamente nuestra condición de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.” (Rom 8:23)




El mundo de la eficacia y la rapidez olvida la sabiduría de la naturaleza con sus tiempos y esperas para ofrecernos sus frutos. El afán de resultados desvaloriza los procesos como si fueran algo evitable y como consecuencia olvidamos una característica importante de la acción de Dios: ella sucede también en el silencio, en la noche, en lo escondido.

La palabra de Jesús se instala en el corazón y se hace acción, se pone en práctica en lo cotidiano, se celebra en comunidad, haciendo realidad la soberanía del amor – servicio de Dios que da plenitud a la existencia.

El mundo de la eficacia y la rapidez olvida la sabiduría de la naturaleza con sus tiempos y esperas para ofrecernos sus frutos. El afán de resultados desvaloriza los procesos como si fueran algo evitable y como consecuencia olvidamos una característica importante de la acción de Dios: ella sucede también en el silencio, en la noche, en lo escondido. Olvidamos que cada corazón es un terreno distinto, con sus propias rocas y espinas, también con sus bondades y ventajas.

El mensaje del Reinado de Dios, palabra divina pronunciada por los labios de hombres y mujeres, asume la sabiduría de la naturaleza, con sus tiempos y esperas, para dar frutos maduros. Como hortelanos de nuestro corazón, la liturgia nos invita a prestar atención a nuestro terreno con amor y esmero para recibir la semilla. La siembra está a punto. El fruto vendrá a su tiempo.

Las palabras de Teillhard de Chardin, sacerdote jesuita, nos dan una luz maravillosa para desesperar en el proceso:

“Sobre todo, confía en el lento trabajo de Dios.

Nosotros esperamos impacientes que todo llegue a su fin inmediato.

Nos gustaría saltarnos los pasos intermedios.

Estamos impacientes por estar en el camino hacia algo desconocido, algo nuevo.

Y, sin embargo, la ley de todo progreso es que este se produce pasando por unos estadios de inestabilidad, lo cual puede llevar mucho tiempo.

Y esto, creo yo, es lo que te pasa a ti;

Tus ideas maduran poco a poco. Deja que lo hagan a su aire, deja que se configuren sin apresuramientos indebidos. No trates de forzarlas como si pudieras ser hoy lo que el tiempo –o sea, la gracia y las circunstancias actuando en tu propia buena voluntad– hará de ti mañana.

Solo Dios puede decir lo que será ese nuevo espíritu que poco a poco está formándose en ti.

Concede a nuestro Señor el beneficio de creer que su mano está guiándote y acepta la ansiedad de sentirte en suspenso e incompleto.”

 




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