EL MISTERIO, EL BIEN Y EL MAL

Mi abuelita tenía un baúl en su casa. Era uno de esos antiguos donde guardaba algunas cosas importantes para ella. Alguna vez me atreví a abrirlo, con mucha curiosidad de saber qué se escondía allí.  Por encima solo vi algunas lanas, un par de cuadernos y algunas fotos pues era profundo y no quise mirar más porque sentía que estábamos cometiendo un delito, aunque nadie me había prohibido hacerlo. Lo cerré y nunca más volví a abrirlo. En cada visita a la abuela veía el baúl silencioso en el rincón de la habitación del segundo piso, contenedor de unos objetos curiosos, escondidos y preciosos para ella.  Creo que aprendí un poco el significado de la palabra misterio.

Una de las tareas de las ciencias humanas es aproximarse de forma especulativa a todo lo concerniente al fenómeno humano, las distintas formas como interactuamos, los procesos interiores que motivan nuestras acciones y las consecuencias de ello, entre otras. Su avance ha sido fascinante porque nos ha permitido comprendernos mejor.

Pero el ser humano siempre será misterioso. Al decir “misterioso” quiero entender esa palabra como un baúl que mi abuelita tenía en su casa.

Misterioso porque no agotamos su comprensión, porque cada vez que nos asomamos a él aprendemos cosas nuevas y nos sorprendemos de otras, porque todo lo concerniente a la persona es un océano profundo que se abre ante nuestra pequeña mente para ser explorado, comprendido y contemplado.

 Una parte importante de ese fenómeno es la experiencia del mal. Es difícil inclusive darle un nombre. Pensamos en el dolor y sufrimiento, en el pecado, en la indignidad, en la miseria humana.

Este fin de semana tenemos una aproximación a ese aspecto misterioso de la vida, no desde la perspectiva científica sino desde el lenguaje propio de la sabiduría legendaria de la Biblia, que no agota o cierra la discusión con una explicación o una teoría, más bien presenta, a través del lenguaje reflexivo y las parábolas, una forma de aproximarnos a este misterio. 

Al asomarnos a la vida humana, de nuestra propia vida, nos damos cuenta cómo en nuestro interior, como en el baúl de mi abuela, habitan muchas cosas que le dan forma concreta a nuestro ser. Nos podemos acercar al misterio, incluso contemplarlo, pero siempre comprendiendo la distancia insalvable, y frente a esa distancia sobrecogedora nos embarga el silencio y la reverencia. No llamamos misterio, como algunos creen, a nuestra ignorancia, sino más bien a la comprensión de no comprenderlo todo, el saber de no saber y no sabernos completamente.

El pensador bíblico, autor del libro de la Sabiduría, parte de un principio: Dios es creador y ha puesto un telos, un fin para todo lo creado: entrar en comunión de vida y amor con Él. Sus acciones manifiestan esta intención y buscan, a través del ejercicio de la justicia, orientar todas las cosas y todos los seres a esta permanente comunión. En este sentido, la vida del hombre, con todo y sus desaciertos, sus caminos truncados, el dolor y el sufrimiento padecido e infringido a los demás, tiene una finalidad, un sentido. Por lo tanto, creemos que no somos seres arrojados al mundo para sobrevivir, sino que Dios nos ha puesto en este mundo con una intención, poco clara o invisible a veces, pero siempre posible de ser encontrada o construida.

En el evangelio de Mateo que escuchamos hoy, los sirvientes se preguntan qué hacer con la cizaña que crece al lado del trigo. Es una pregunta en forma con respecto al mal: ¿eliminarlo o dejarlo? El pasaje da por sentado la existencia del mal y su presencia junto a la bondad o el bien como parte del misterio de la vida humana ¿Cuál es el límite de una y de otra? ¿dónde termina el bien y empieza el mal? ¿cómo eliminar el mal sin hacerle daño al bien? 

Aunque la respuesta parece definitiva, no cierra el camino de la comprensión, tal vez porque el Señor entiende que, a pesar de ser creaturas de Dios salidas de su voluntad bondadosa y amorosa, todos y todas, de alguna u otra manera, compartimos la experiencia del mal. Por lo tanto, eliminar la cizaña pone en riesgo el crecimiento del trigo. El momento final llegará para cortar y separar, para ver con claridad y comprender.

Nos reconocemos entonces como un campo sembrado, donde abunda el trigo, pero también donde crece la maleza. El Señor nos invita a no apresurarnos para hacer un juicio definitivo sobre el mal, o los malos, porque al hacerlo ponemos nuestro propio crecimiento y la posibilidad de transformación que nos acompaña a todos. Al final, nos estaríamos condenando a nosotros mismos.  

Cabe anotar que la experiencia del mal es desbordante. La invitación a no hacer juicios apresurados no proscribe el desahogo. Job es maestro en ello, buscó respuestas en sus amigos y no las encontró. Dios lo acompañó en su asomo a la inmensidad de su obra llena de preguntas infinitas. Jesús buscó respuestas a su dolor en su Padre pero tuvo que beber la amarga copa del sufrimiento. También Dios le respondió desde el silencio y la oscuridad. Esto también hace parte de la dinámica del misterio. 

Al asomarnos a la vida humana, de nuestra propia vida, nos damos cuenta cómo en nuestro interior, como en el baúl de mi abuela, habitan muchas cosas que le dan forma concreta a nuestro ser.  Nos podemos acercar al misterio, incluso contemplarlo, pero siempre comprendiendo la distancia insalvable, y frente a esa distancia sobrecogedora nos embarga el silencio y la reverencia. No llamamos misterio, como algunos creen, a nuestra ignorancia, sino más bien a la comprensión de no comprenderlo todo, el saber de no saber y no sabernos. Solo con el paso del tiempo, sin apresuramientos, podemos valorarlas en su justa medida y determinar qué queremos conservar y qué debemos desechar. Al final, podremos contemplar el sentido profundo de nuestra existencia y hacer un juicio desde el amor.

 

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