El presidente y el arzobispo: “un lindo encuentro de fe”

El presidente Iván Duque reproduce la creencia en la supremacía religiosa del catolicismo, al afirmar, a través de Twitter y de otros medios, su fe en la Virgen de Chiquinquirá como “patrona” de Colombia. Pasa por alto el mandatario que su cargo lo obliga a representar un Estado laico; vulnera el espíritu de la Constitución, que se propuso garantizar el respeto a la pluralidad religiosa, y toma distancia de un proyecto de nación obligado a impedir que determinada fe esté por encima de otra, y que determinada religión goce de privilegios que atentan contra la democracia.

Envestido de su devoción mariana, Iván Duque abraza sus funciones presidenciales con una actitud más propia del espíritu de la Constitución de 1886; libre de remordimiento, trae a cuento a Marco Fidel Suárez para reivindicar su comportamiento, más de cien años después.

En 1994 fue declarada inconstitucional la costumbre de renovar, desde la presidencia, la consagración oficial al Sagrado Corazón. Los argumentos para esa decisión permiten concluir el carácter inconstitucional del uso que el Gobierno actual le ha dado a varios símbolos del catolicismo durante la pandemia.

¿Qué pretende Iván Duque al exponer su devoción a la virgen de Chiquinquirá? ¿o la vicepresidenta, al consagrar el país a la de Fátima? ¿Acaso atraer la credibilidad que les niega su falta de liderazgo?

No es cierto que el esfuerzo por separar a la Iglesia del Estado haya sido un proceso “tranquilo y pacífico”, tal y como sostiene el Catolicismo en un reciente editorial. A la promulgación de la nueva Constitución le antecedieron reiterativos intentos de sectores del episcopado, orientados a salvaguardar el lugar que la Constitución de 1886 le otorgaba a “la religión católica”. Esos intentos fueron tan intransigentes como las posiciones que históricamente ha expuesto la Conferencia Episcopal en materia de “moral sexual” y reñían con la posición de quienes subrayaban la necesidad de negarle a la Iglesia católica privilegios que, históricamente, había detentado, por cuanto atentaban contra el proceso democratizador.

Foto lasdosorillas.com

Ya en 1962, el procurador Andrés Holguín había subrayado la inconveniencia del Convenio de misiones, y quienes, como Víctor Daniel Bonilla o Gustavo Pérez Ramírez, pidieron su fin, fueron atacados con saña por sectores del clero. En el marco del Concordato entre el Estado colombiano y la Santa Sede, dicho convenio había puesto bajo tutela de la jerarquía católica casi tres cuartas partes del territorio nacional, entregándole a los obispos la administración de la educación pública en dichas zonas. Una tarea que, por obvias razones, se hacía con ánimo propagandístico, es decir, concibiendo la educación como una herramienta de evangelización y de sometimiento a la autoridad eclesiástica de un país cuya religión era “la católica”.

En efecto, la Constitución de 1886 afirmaba la creencia en la “religión católica” como “esencial elemento del orden social”. Por eso, rara vez, alguien criticaba dichas concesiones. Pero, apelando al espíritu de la Constitución de 1991, hoy se puede rechazar que el presidente de la República haga de su función pública una plataforma para la promoción de una fe particular. Incluso, que envuelto en una controversia por eso y sin guardar las distancias necesarias (“el distanciamiento”, que llaman), visite el palacio arzobispal en compañía de su esposa y de su capellán, así como de miembros de su gabinete y de otras personas, ajenas a sus funciones, tal y como ocurrió el 28 de julio de 2020.

Durante la entrevista que concedió tan pronto terminó la cita con el prelado, “pecó” de mal estadista, no solo al atentar nuevamente contra el principio de separación entre la Iglesia y el Estado, sino también al prestarse para la propaganda religiosa del noticiero de la Arquidiócesis de Bogotá. No era gratis.

 –Señor presidente, ¿cómo le fue con esa visita con nuestro arzobispo? –le preguntó una funcionaria de la Curia, acercándole un micrófono a la boca.

–Bueno, primero, un espacio muy agradable desde todo punto de vista, pero también un lindo encuentro de fe. Monseñor Rueda es una persona que tiene no solamente una gran sencillez humana, sino que también tiene una gran entrega por el país. Venir a visitarlo, compartir con él, escucharlo, orar por Colombia, para mí ha sido muy especial el día de hoy.

Fuente elblograyado.wordpress.com

Acompañada de su esposo, el empresario Álvaro Rincón (señalado de vínculos con el narcotraficante “Memo Fantasma” por el periodista británico Jeremy McDermott, a quien la vicepresidenta amenazaría al día siguiente con una denuncia penal que luego habría de retirar), Marta Lucía Ramírez salió del evento sin tapabocas. El 13 de mayo había escrito en Twitter: “Hoy consagramos nuestros país a nuestra señora de Fátima, elevando plegarias por Colombia para que nos ayude a frenar el avance de esta pandemia y que Dios mitigue el sufrimiento de los enfermos, el dolor de los que perdieron seres amados y nos permita repotenciar nuestra economía”.

En reacción a dicho trino, el jurista Rodrigo Uprimny manifestó que no sabía qué era más preocupante, “si la evidente violación por la vicepresidenta del principio constitucional de laicidad o su confesión implícita de que no tienen estrategia para enfrentar el coronavirus y por ello tienen que recurrir a la Virgen de Fátima”.

 

Pasados más de dos meses, y a pesar de que la ayuda divina para frenar el avance de la pandemia nunca llegó, el presidente Iván Duque expuso una posición teológica muy parecida a la de Marta Lucía Ramírez, durante su entrevista para el noticiero de la Arquidiócesis.

 

–Señor Presidente, por último, un mensaje de cómo la Iglesia, la fe y Colombia vamos a salir de esto –le había preguntado la presentadora.

 

–Yo creo que la fe, como dicen, mueve montañas –contestó el mandatario con actitud catequética–. En la medida en que todos tengamos disciplina, autocuidado, distanciamiento, uso del tapabocas, lavado de manos, uso del gel antibacterial, los protocolos en nuestros lugares colectivos, la protección de nuestros mayores de 70 años, estoy seguro que estaremos también rodeados de toda la protección de Dios, que siempre ha estado presente para el pueblo colombiano.

 

Llegados a este punto cabe preguntar, ¿a qué dios se refiere Iván Duque? ¿Por qué la vicepresidenta no llevaba tapabocas al salir del encuentro con el arzobispo; ¿cree, acaso, que la fe “que mueve montañas” es garantía para no contagiarse? ¿Por qué la consagración del país a la virgen de Fátima no detuvo el avance de la pandemia? ¿Cómo opera la protección divina allí donde no hay tapabocas, ni cómo lavarse las manos, ni acceso a gel antibacterial? ¿Debemos entender que al apelar a la disciplina y al autocuidado de los colombianos, por una parte, y a la tutela celestial, por otra, el presidente está confesando implícitamente que no hay mejor estrategia de parte del Gobierno para enfrentar el coronavirus?

 

Iván Duque puede aducir que el dios cuya protección invoca es el dios nacional cuya referencia fue incluida en la Constitución de 1991. No es así. La invocación de “la protección de  Dios” en el proemio de la carta magna refleja los factores reales de poder que había en ese momento. Un panorama muy distinto al  actual, después de 29 años de pluralización religiosa. Razón de más para preguntarse si dicha invocación admitiría ser retirada, en atención a las confusiones para las que se presta y para evitar el uso político que por estos días se le está dando, a despecho del espíritu de la letra. 

Según la sentencia C-350 de 1994, dicha invocación tiene un carácter general y no está referida a una iglesia en particular. Es decir que “no establece la prevalencia de ningún credo religioso, ni siquiera de tipo monoteísta; se trata de una invocación a un Dios compatible con la pluralidad de creencias religiosas”. Por eso, para Rodrigo Uprimny, “no afecta el carácter laico del Estado”.

 

Sin embargo, el dios de Iván Duque no parece compatible con la pluralidad de creencias que el Estado, representado en él, está llamado a proteger. Se trata de un dios compatible con el de los sectores religiosos que apoyaron su candidatura y cuya tutela, la de dichos sectores religiosos, busca el Gobierno. En efecto, no se trata del dios nacional de la Constitución de 1991, sino del dios de la Constitución de 1886, concebido como “fuente suprema de toda autoridad”, un recurso al que apela Duque para legitimar sus acciones de Gobierno.

 

Reza Aslan, experto en la historia de las religiones, explica en su libro Dios, una historia humana, cómo a la instauración del culto a un dios nacional por parte de Israel le antecedió un largo proceso. Originalmente, la monarquía “no fomentaba ni desalentaba el culto a otros dioses; se limitaba a centrarse en el culto al dios nacional”. “Ya lo había dicho Morton Smith con mucha claridad”, advierte el poeta Esteban Londoño: fue solo después de la derrota ante los babilonios y de la experiencia del exilio cuando los israelitas introdujeron el monoteísmo, para hallarle sentido teológico a lo sucedido.

 

Hasta cierto punto, el espíritu de la Constitución de 1991 se asemeja a la actitud previa a la instauración del monoteísmo por parte de Israel: no fomenta ni desalienta el culto a otros dioses, se limita a centrarse en el culto al dios nacional. Pero detrás del comportamiento de Iván Duque se advierte una suerte de nostalgia hacia la afirmación, desde instancias estatales, de la fe en un solo dios, el de su credo monoteísta que desdeña el culto a otros dioses; así como en el comportamiento de las bases políticas que lo llevaron a la presidencia, se advierte un interés por imponer una visión excluyente de la historia del país: aquella que no expone la responsabilidad de los señores de la tierra en el desarrollo del conflicto armado. De ahí los ataques contra la Comisión de la Verdad y el miedo a que se esclarezca lo ocurrido en las últimas décadas de violencia. 

 

Las palabras de Francisco de Roux durante un reciente evento de la entidad, celebrado el 30 de julio del 2020, resultan esclarecedoras para repensar lo sagrado como elemento social y respetar el sitio que le corresponde en un proyecto de nación moderno y democrático, como el de la Constitución de 1991: “Lo sagrado es el ser humano y su gran manifestación, el gran desafío de nosotros y de ustedes, está cuando ese ser humano ha sido destruido por nosotros mismos en el ser humano victimizado, desde cualquier parte”.

 

Propongo que sea dicha nominación de lo divino a la que se apele en el proemio de la Constitución, para evitar que la partícula “Dios”, cuya protección invoca el presidente con la intercesión de la virgen, siga siendo instrumentalizada al servicio de un proyecto de nación parcial. Para evitar que una suerte de monoteísmo de Estado, ajeno al espíritu de la carta magna, pero claro al uribismo y a quienes respaldan simbólicamente su poder, siga afirmándose de manera cada vez más descarada, al punto que sabemos quién es la patrona de Iván Duque, pero también quién es su patrón por encima de la Ley.

Miguel Estupiñán es periodista, magíster en estudios literarios y teólogo.

Nació en Bogotá, en 1986. Pasó por la Universidad Javeriana y la Universidad Nacional, haciendo el mal.

Ahora intenta redimirse fuera de la academia.

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