ATAR Y DESATAR

Domingo XXI del tiempo ordinario

La autoridad es uno de los tantos mecanismos en las relaciones humanas para que fluyan sin muchos contratiempos y dirigirnos hacia un bien común; su ejercicio es una cosa interesante, aunque a veces no es muy claro. Su intención es el servicio concreto y efectivo del bien común. La autoridad, como todo lo que tiene que ver con lo humano, también se puede corromper con algunos de los peores vicios, deviniendo en prácticas de opresión.

Este fin de semana escuchamos un pasaje (Mateo 16:13-20) del evangelio que se conecta con la primera lectura (Isaías 22:19-23) en este asunto de la autoridad. Después de la pregunta de Jesús a sus discípulos y la confesión de fe, el Señor otorga una responsabilidad particular a Pedro con una expresión bastante familiar: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia… Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”. Pedro, por su parte, representa la comunidad eclesial: “tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.” Jesús congrega y edifica su comunidad (ekklesia) desde la confesión que ha hecho Simón: “Tú eres el mesías, el Hijo del Dios vivo.”

 ¿De qué se trata esta autoridad? Desde una perspectiva positiva, podemos entenderla como una autoridad en tres niveles: para enseñar, para convocar y para reconciliar.

Al otorgarla a Pedro, la autoridad no la recibe un individuo solamente sino una comunidad congregada alrededor de la confesión de fe en Jesús. Este nuevo pueblo tiene líderes de todas clases que orientan el caminar desde el ejemplo del amor y el servicio, lo que determina el pensar y el actuar de la comunidad cristiana (o en palabras más técnicas, la ortodoxia y la ortopraxis): al confesar que Jesús es el mesías, Hijo del Dios vivo, se está afirmando que sus enseñanzas y sus acciones tienen una validez y sentido normativo en la vida de todos sus seguidores. Del mismo modo, se está afirmando que la vida de los discípulos de Jesús es una continuación de su ministerio salvífico a través del amor, el servicio y la reconciliación. Al respecto, el apóstol Juan dice en su primera carta:

El que dice que está unido a Dios, debe vivir como vivió Jesucristo.” (1Juan 2:6)

Así, la autoridad surge también de la coherencia. 

Pues en virtud del bautismo, por el cual todos somos hechos hijos e hijas de Dios, cada uno, en una medida particular, recibe también la autoridad para enseñar (con palabras y obras), para congregar (invitar a los otros a servir y amar) y reconciliar (liberar a los otros de la carga de la culpa o instaurar justicia especialmente hacia los más vulnerables).

Y aquí viene lo que yo encuentro interesante. Ya sabemos de sobra que en la comunidad cristiana hay ciertos roles importantes. Por ejemplo, entre los católicos, el presbítero o sacerdote recibe, en el ministerio de la reconciliación, la autoridad para perdonar en el nombre de Jesús. Que los obispos, por virtud de su posición entre los hermanos, reciben la autoridad de enseñar, además de la responsabilidad (y el reto) de hacer vida esas enseñanzas.

¿Y qué responsabilidad recibe el resto de los cristianos? Pues en virtud del bautismo, por el cual todos somos hechos hijos e hijas de Dios, cada uno, en una medida particular, recibe también la autoridad para enseñar (con palabras y obras), para congregar (invitar a los otros a servir y amar) y reconciliar (liberar a los otros de la carga de la culpa o instaurar justicia especialmente hacia los más vulnerables). Si la presencia del Señor está donde dos o tres se reúnen en su nombre, la posibilidad de ejercer esta autoridad es infinita. Cada uno, en su propia casa, con sus amigos, con sus familiares, puede cultivar este ministerio que se extiende más allá de los cargos o funciones eclesiales

La expresión “atar y desatar” tiene una connotación jurídica, pero se amplía más allá de lo que los ministros ordenados podemos hacer: se enseña para orientar a otros, para abrirles nuevos mundos, para ampliar el horizonte de la existencia. Se congrega para vivir en comunión, para caminar juntos y alivianar las cargas de la vida. Se reconcilia para vivir de manera concreta el amor de Dios en la libertad que nos da el Espíritu. San Pablo, en su carta a los tesalonicenses, recuerda esa autoridad vivida desde las virtudes teologales: fe, esperanza y amor, tres faros que iluminan el ejercicio eclesial de atar y desatar:

Continuamente recordamos qué activa ha sido su fe, qué servicial su amor, y qué fuerte en los sufrimientos su esperanza en nuestro Señor Jesucristo, delante de nuestro Dios y Padre” (1 Tes 1:3)

Usted como madre o padre, como hermano o hermana, como maestro o empleado, participa, por virtud de su bautismo, en este precioso ministerio que Jesús confió en manos de su comunidad de amigos y seguidores.  No se trata de imponer una carga sobre los otros o ganar ciertos privilegios, sino para que el servicio al que usted y yo estamos llamados a ofrecer al mundo, sea más concreto y efectivo.  

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