El verdadero culto

La vida religiosa del imperio romano era, por decirlo de alguna manera, bastante agitada. Distintas divinidades se agrupaban en el panteón romano, cada una con una forma, poder, celebración y rito particular. La vida cotidiana del pueblo romano estaba atravesada por el sentido de lo religioso que daba culto a sus distintas deidades.

Este fin de semana quiero prestar atención a la segunda lectura de la liturgia (Carta a los Romanos 12, 1-2) y desde allí ofrecer mi reflexión. Llegando al final de la carta, el autor propone una forma nueva de comprender ese culto cristiano.

En el diccionario de la Real Academia, la palabra tiene varias acepciones. Quedémonos con estas dos:  

– Conjunto de ritos y ceremonias litúrgicas con que se tributa homenaje.

Honor que se tributa religiosamente a lo que se considera divino o sagrado.

Seguramente el apóstol, en su época, conoció muchas formas de rendir homenaje a las divinidades, no solo en su propia religión, el judaísmo, sino en otras tantas presentes en el imperio. Entre los ritos, se contaban las ofrendas de alimentos, los sacrificios de animales, los baños, riegos, y abluciones, fuegos y lámparas encendidas y hasta sacrificios humanos, entre otras prácticas, como parte de la pluralidad religiosa en la Roma del primer siglo del cristianismo.

En medio de esa diversidad, San Pablo se pregunta: ¿cuál es el verdadero culto? ¿qué hace distinto la forma como los cristianos se relacionan con la divinidad? Con sus ojos puestos en la persona de Jesús, y habiendo profundizado en el misterio de la salvación ofrecida por Dios Padre a través de su hijo, ofrece una clave a los discípulos de Jesús en Roma que se hacían las mismas preguntas:

“Hermano, por la misericordia que Dios les ha manifestado, los exhorto que se ofrezcan ustedes mismos como una ofrenda viva, santa y agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero culto” (Romanos 12:1).

Más que en los ritos, aunque sin excluirlos, el culto cristiano se define entonces por un ofrecimiento de la vida en una relación personal que se establece con la divinidad. Digamos que la misma existencia se convierte en el vehículo de la adoración.



Más que en los ritos, aunque sin excluirlos, el culto cristiano se define entonces por un ofrecimiento de la vida en una relación personal que se establece con la divinidad. Digamos que la misma existencia se convierte en el vehículo de la adoración.

Vamos por partes. La base es el reconocimiento del tipo de divinidad revelada por Jesús a la cual llama “Padre”. Dios ha manifestado su misericordia a través las acciones y las palabras de su hijo que ofrecen la salvación y la reconciliación.

Lo que Dios ha mostrado no es ira, o castigo, o un capricho de su voluntad sino su misericordia, esto es, la infinita capacidad de compadecerse del sufrimiento humano y actuar en favor de aquellos que tienen la vida arruinada o en riesgo de perderla. El Dios revelado por Jesús mira con bondad a sus hijos, no con resentimiento ni con ganas de venganza, sino buscando lo mejor para ellos, como un padre provee lo necesario para el florecimiento de la vida en libertad.  

Al descubrir esto, San Pablo se pregunta cuál será entonces la forma más adecuada de rendirle culto a este Dios. Y la respuesta está en el mismo Señor Jesús, quien fue capaz de ofrecer toda su existencia para llevar a cabo el plan de salvación de Dios, en una constante entrega de amor servicial hacia aquellos cuyas vidas están amenazadas por diversas causas. Su muerte, entendida por él mismo no como una tragedia, sino como un acto voluntario, muestra a sus discípulos que, a Dios Padre, más que los ritos, lo que le agrada es el ofrecimiento de la vida a favor de los otros, en amor y servicio.  

Al ver la diversidad de sacrificios ofrecidos en otras expresiones religiosas, Pablo comprende que más que el culto exterior se trata de uno interior, es decir, una relación amorosa con Dios Padre y su Hijo Jesús, quienes entregan su Espíritu para que la vida misma, y no las cosas o los rezos, se vuelva ofrenda, sacrificio, entrega, regalo de su presencia hacia los demás.

Esta forma de comprender la liturgia, los actos de piedad y devoción exige todo un cambio de mentalidad, lo advierte el apóstol: “No se dejen transformar por los criterios de este mundo; sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme internamente, para que sepan distinguir cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.

Hemos crecido pensando que el culto a Dios se circunscribe solamente al ámbito de acciones litúrgicas desconectadas de la vida cotidiana. Sobre todo, en tiempos de angustia y de incertidumbre, pareciera que la proliferación de rezos, devociones y ciertos tipos de prácticas es directamente proporcional al miedo. La religión entonces se puede convertir en una práctica tranquilizadora de conciencias, pero sin ninguna relevancia a largo plazo, ni poder transformador alguno.

Por supuesto que las expresiones religiosas (liturgia, ritos, rezos, cantos, celebraciones, entre otras) son importantes y definen de forma práctica la manera como creemos en Dios, pero lo que quiere enfatizar Pablo es que en el centro de cualquiera de esas expresiones está la vida ofrecida. Si no se conecta lo uno con lo otro, el culto cristiano será vacío y alejado de lo que enseñó Jesús.

Creo que desde aquí podremos entender de otra forma la invitación de Jesús a sus discípulos en el evangelio de este domingo: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?” (Mateo 16, 24-26).

Unido al culto verdadero del que habla San Pablo, tomar la cruz sería asumir con entereza las consecuencias de haber seguido a Jesús y de comprometer la vida en el amor y el servicio a los otros.



Share on facebook
Share on twitter
Share on email