Profecía y mística

Cuando nos acercamos al fenómeno religioso, encontramos dos expresiones que van de la mano y, sin embargo, son distintas. Como dos montañas que comparten la misma raíz de tierra y se separan en el aire, reciben al viento de maneras diferentes.

Tales expresiones las abordo desde la fenomenología de la religión. Esta consiste en el estudio del hecho religioso en diferentes culturas, y en la interpretación cuidadosa de sus múltiples manifestaciones históricas, ya sea en las enseñanzas hindúes, en el budismo, en las creencias griegas, las prácticas romanas, o las doctrinas judías, cristianas o islámicas. Para estudiar los rituales humanos no basta con limitarse a uno solo, sino adentrarse en su multiplicidad. «Quien no conoce las religiones no conoce la religión, sino, además, que quien no conoce la religión no conoce la historia humana ni conoce plenamente lo que es el ser humano», nos dice Juan Martín Velasco.

Los filósofos de la religión distinguen la religiosidad mística de la religiosidad profética. La religiosidad mística, representada por el hinduismo y el budismo, y por algunas expresiones cristianas, se enfoca en la reflexión profunda de las dimensiones internas. La pasividad es su sello. Ella recibe la palabra sagrada, está alerta a su escucha, es interpelada por lo sagrado y, ante todo, llamada a la quietud y la contemplación. Busca la unión completa del alma con el absoluto, donde se pierde la distinción entre el “yo” y el Misterio. 

La religiosidad profética, representada en el judaísmo, el cristianismo y el Islam, se enfoca en la actividad, más que en la reflexión. Ve a la Divinidad con un carácter personalizado, ya sea en Yahvé, Jesús o Alá. Busca la unión con alguna de estas figuras mediante un encuentro que, a la vez, los mantiene separados. Dios seguirá siendo Dios y el humano, humano. 

La religión profética es característica del antiguo Israel. En el mundo hebreo, un profeta es un anunciante, un pregonero que va delante de Dios anunciado su huella: “Una voz grita en el desierto: preparen un camino al Señor; tracen un sendero en la llanura para nuestro Dios” (Is 40,3). La palabra hebrea para designar al profeta es nabí, y suele derivarse del verbo arcádico nabü, que significa “llamar” y “anunciar”. Como dice el investigador judío Abraham Heschel:

«La profecía no es simplemente la aplicación de normas eternas a la situación humana particular, sino más bien una interpretación de un momento especial de la historia, un entendimiento divino de la situación humana. La profecía, entonces, puede definirse como la exégesis de la existencia desde una perspectiva divina».

La religión mística, más cercana al mundo oriental, al griego y a su confluencia en el cristianismo, apunta a experiencias interiores que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera a la vida ordinaria. Es la búsqueda o el testimonio «de la unión del fondo del sujeto con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el Espíritu», como nos enseña Martín Velasco.

La mística afirma la negación y la desaparición. La profecía afirma a la creación y el entorno. La mística vive una experiencia del Misterio que trasciende la historia. La profecía resalta la importancia de la historia como campo de acción divino. La mística se realiza bajo la forma de éxtasis, incluso de orgasmo sagrado. La profética acontece bajo la forma de revelación y la respuesta es la fe. La mística afirma lo Divino como unidad indiferenciada que se puede fundir en el humano y en la Naturaleza. La profecía lo reconoce como un Dios personal y distinto de su creación. Se puede acceder a él a través de determinada vida ética, o de una gracia otorgada por esta personificación.

La mística tiene como ideal la salida del mundo, mientras la profética se propone la transformación de este. La mística tiene un espíritu monacal, mientras la profética tiene espíritu de acercamiento a la sociedad, profético, crítico. La mística es una espiritualidad femenina y pasiva, mientras la profética es, por lo general, masculina y patriarcal, de carácter evangelizador, a veces agresivo. Para la mística la salvación es representada como disolución del individuo con el Absoluto. La piedad profética maneja una idea escatológica de la salvación pero con capacidad para transformar a la persona y al mundo en el presente. 

Algunos fenomenólogos, como Söderblom y Heiler, establecen tajantes diferencias entre estas formas de religiosidad. Las fronteras, sin embargo, son superfluas, y la realidad de las expresiones religiosas muestra cercanías entre ambas. Si leemos los textos bíblicos, compartidos por judíos y cristianos, y en parte por los musulmanes, hay experiencias de encuentro con el Absoluto, muy cercanas a la mística, como la experiencia de Moisés al encontrar a la divinidad en la Zarza ardiente manifiesta un encuentro místico y pasivo con la divinidad, que pronto lo lleva a la acción profética (Ex 3,1-6), o como cuando el profeta Elías se encuentra con Dios en una experiencia en que no es la acción sino el silencio (un sonido del silencio, en hebreo), lo que le permite reorientar su vida profética en medio del combate por el monoteísmo (1 Re 19,11-13).

Es cierto que para el judaísmo, el cristianismo y el Islam la vida se vive aquí y ahora, y la experiencia de Dios se da en la historia. Pero también hay elementos que podríamos llamar místicos, imposibles de desligar de la fe, como la poesía de Juan de la Cruz que canta a la ausencia del amado o la invitación al vaciamiento divino en la teología del Maestro Eckhart y en la poesía de su discípulo Angelus Silesius.  

Varias ramas de la teología protestante han considerado que la mística y la fe cristiana son incompatibles. Desde los fundamentos de la teología liberal del Siglo XIX, muchos teólogos protestantes se han encargado de distinguir entre religión y cristianismo, entre ellos Albert Schweitzer, Adolf Harnack, Rudolf Bultmann y Karl Barth. Ellos no quieren ubicar al cristianismo dentro del ámbito de la religión para presentarlo como una instancia superior de la creencia. Afirman por esto que la mística surge de una forma de religiosidad esencialmente griega, cuya acentuación de la experiencia histórica de Dios es irreconciliable con el mensaje del Evangelio para la redención por la fe en la palabra anunciada en la Iglesia. La mística, para estos teólogos, y como lo señala Martín Velasco, surge del neoplatonismo con tendencia a la divinización y excluye la actuación de Dios en la historia. 

Pero también encontramos a pensadores como Schleiermacher y Tillich que reconocen la religión como un fenómeno y aceptan con serenidad que el cristianismo también sea una religión. Schleiermacher afirma que «la esencia de la religión no es ni pensamiento ni acción, sino intuición y sentimiento». Para este filósofo y teólogo, la religión permanece cuando entran en crisis las instituciones. En este sentido, la religión es comprendida como una dependencia del absoluto, no como un poder doctrinal. Mientras que Tillich, en esta misma línea, se refiere a la religión en dos vías: el sentido amplio, que abarca la búsqueda humana por un sentido de la existencia; y el sentido estrecho, que son los mitos, ritos y símbolos orientados por las instituciones religiosas. Todas las religiones, como también el arte y la filosofía, están inmiscuidas del sentido amplio, y por lo tanto son religiosas. Además, todas ellas participan del segundo sentido, como instituciones que administran lo sagrado, incluyendo al cristianismo.

La teología latinoamericana ha vinculado a la profecía y a la mística como elementos sustanciales que se fecundan el uno al otro. Leonardo Boff y Frei Betto consideran que la mística es la raíz del dinamismo de la resistencia y la permanente voluntad de la liberación. Existe una mística profética. El Misterio actúa en la historia, en la de los oprimidos. Es en medio de la vida y de la realidad donde se experimenta a lo sagrado como irrupción que deja en crisis. Por esto afirman que la mística liberadora «es una mística de ojos abiertos y manos laboriosas».  Es profética, ligada al compromiso ético, donde la relación con lo Sagrado se da en términos de una relación justa con el hombre y la mujer, las criaturas y la tierra misma. 

En ese sentido podemos hablar de fronteras fluidas y diversas, no como la muralla china sino como el desierto persa, entre los fenómenos religiosos, en las cuales se funden la trascendencia y la inmanencia, el silencio y la palabra, la crítica social y la experiencia indecible para configurar modalidades del hecho religioso que va más allá de las limitaciones conceptuales. La vida desborda los conceptos.

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