UN ASUNTO QUE ME INCUMBE

XXIII Domingo del tiempo ordinario

Crecer en una familia grande es un asunto bien interesante. Las relaciones familiares juegan un papel importantísimo en la construcción de la identidad. Ya crecidos, esas relaciones siguen definiendo la forma como pensamos y actuamos.

Cuando estábamos pequeños, mis hermanos mayores eran responsables de los “tres chiquitos”, como se referían a los tres menores de mi familia (soy el menor de 9 hijos). Los de la mitad, bueno, se las arreglaban como podían y terminaban haciendo lo que querían. Lo cierto es que al vivir y crecer todos juntos, compartiendo ropas, camas, juguetes, libros, en fin, la vida, se generó un sentido de responsabilidad entre nosotros. De manera que, ya adultos, es casi normal que nos terminemos “metiendo” en la vida de los otros, por el simple hecho de que en el fondo sentimos que el bienestar o el malestar de mi hermano o de mi hermana es algo que me incumbe. Si ellos están bien, yo estoy bien, si están mal, estoy mal.

Para muchas personas la vida cristiana, o mejor, la relación con Dios, es un asunto individual. Ciertamente, la cultura occidental ha valorado la individualidad como uno de los mayores logros del pensamiento filosófico.

Para comprender las lecturas de este fin de semana de manera un poco más adecuada (Ezequiel 33,7-9; Romanos 13, 8-10 y Mateo 18, 15-20), es necesario no perder de vista la mentalidad corporativa o de grupo, propia de la cultura antigua: la persona humana se comprendía, sobre todo, por su pertenencia a una tribu, un clan, una familia o una comunidad particular. Por lo tanto, el sentido de responsabilidad por la vida del otro es un asunto vital.

En una primera instancia, el profeta Ezequiel ofrece una perspectiva interesante sobre la labor del profeta como centinela o guardián del pueblo. Sus palabras son advertencias que el Señor hace con respecto al proceder injusto. La labor del centinela es avisar del peligro cuando se acerca. De la misma manera, las amonestaciones del profeta son llamados para que el hombre y la mujer que lo escuchan, disciernan su conducta y se rectifiquen, en caso de cometer injusticia.  

La instrucción que Jesús hace a sus discípulos invitándolos a la corrección fraterna, más que salvaguardar una doctrina o una línea ortodoxa de pensamiento teológico, es un llamado a hacerse responsable del hermano o la hermana. Aquí encontramos una manera peculiar de comprender la experiencia de la salvación no como un asunto meramente individual o privado sino como algo que atañe a la comunidad.



Podríamos ampliar un poco el sentido de esta corrección fraterna, comprendida como corresponsabilidad por la vida y el bienestar del otro, desde el respeto y la aceptación amorosa, que también implica esos llamados de atención que todos necesitamos de cuando en vez para reorientar nuestras vidas.

Esto supone un reto para un individualismo rampante que hace de la experiencia religiosa un asunto reservado al ámbito privado. La experiencia de las primeras comunidades cristianas muestra una preocupación por la vida de sus miembros, hasta el punto de sentirse responsable por sus comportamientos, porque está en juego su destino final.

Tal vez hoy podríamos ampliar un poco el sentido de esta corrección fraterna, comprendida como corresponsabilidad por la vida y el bienestar del otro, desde el respeto y la aceptación amorosa, que también implica esos llamados de atención que todos necesitamos de cuando en vez para reorientar nuestras vidas.

La clave de esta instrucción comunitaria nos la da San Pablo en la carta a los romanos: 

No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley”. La base de cualquier tipo de amonestación, corrección o llamado de atención, es el deseo de amar al otro, es decir, buscar juntos, desde el diálogo y el discernimiento conjunto, lo que nos puede llevar a vivir la experiencia del Reino de la mejor manera posible.

Al final de la instrucción, Jesús entrega a sus discípulos una promesa como garante de la importancia de vivir esta experiencia del Reino con otros: “Yo les aseguro también que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”.

Como todos, mi familia también ha vivido los efectos de la pandemia, pero no es la primera vez que enfrentamos dificultades. Desde hace mucho tiempo aprendimos la lección que cuando vivimos las crisis juntos, en compañía amorosa y servicial de los unos hacia los otros, las cosas se hacen más llevadera. 

Comprendemos, como Ezequiel, que cada uno es centinela del otro, y del Evangelio aprendemos que, para vivir la salvación al máximo, necesitamos hermanos que caminen con nosotros y nos ayuden a orientar el rumbo cuando nos sentimos perdidos. Porque en el seguimiento de Jesús, la vida del otro me incumbe.

 

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