UN VESTIDO ADECUADO

Homilía XVIII domingo del tiempo ordinario 

La semana pasada pude tener unos días de retiro espiritual. Fue un poco inusual porque no estuve encerrado en un convento o en una iglesia. Mi casa de retiros fue la montaña.

Gracias a la generosidad del padre Joseph Busch, quien me acogió en su parroquia en Queensbury, New York, un pueblo cercano al parque estatal Adirondack, pude escalar tres montañas. En medio de la naturaleza, el silencio se hace música (“la música callada” como lo llama San Juan de la Cruz).

El parque tiene una extensión de 6 millones de acres (¡24.282.000.000 metros cuadrados!) compuesta por unos 3.000 lagos y estanques, unas 30.000 millas de ríos, quebradas y arroyos, y una agrupación de 46 picos que van desde 3.000 a 5.000 pies de elevación.

Hice tres escaladas. La primera fue corta, unas dos millas al monte Pinnacle. En la segunda subí al Blue Mountain (4 millas de sendero y 3.750 pies de elevación.) La tercera, fue al Snowy Mountain (unas 7 millas de sendero y aproximadamente 3.900 pies de elevación). ¡Ya sólo me quedan 43 picos por escalar!

Subir a la montaña ha sido, en casi todas las religiones, una metáfora de la vida y del encuentro con la divinidad. La Biblia está llena de referencias al monte como lugar de la teofanía: Ararat, Horeb, Sinaí, Sión, Tabor, Calvario.   

Cada vez que se sube la montaña se aprende algo, hay lecciones escondidas en los largos y empinados senderos que llevan a la cumbre, y también en los que nos devuelven a la base.

Aunque las rutas de este parque son muy populares, en esta época del año no hay muchos turistas y tuve la dicha de estar silencio. Uno de los pocos encuentros que tuve fue subiendo la Snowy Mountain (que por cierto, no tenía nada de nieve). Pocos metros antes de llegar a la cima estaba exhausto, sin energía y me quería devolver. Dos chicas iban con su perro descendiendo y nos saludamos. Me vieron tan cansado que me animaron a detenerme un momento y retomar la escalada, porque la vista desde la torre en la cima de la montaña valía la pena el esfuerzo. Saqué mi cantimplora, tomé un poco de agua y terminé la escalada de unos 200 metros que me faltaban. El paisaje desde la cumbre fue sencillamente espectacular.

Lejos está la vida, en estos momentos, de ser una fiesta. Pero en medio de estas “cañadas oscuras” que vamos atravesando, nos tenemos los unos a los otros para animarnos y no desfallecer. La presencia de Dios en el mundo se manifiesta de muchas maneras, de forma especial a través de los hermanos y hermanas que salen al encuentro para no dejarnos caer.

Leyendo el evangelio de este fin de semana (Mateo 22, 1-14) me he detenido a pensar en el vestido de fiesta que aquel invitado no tenía puesto, por lo cual fue expulsado de la fiesta de bodas. Uno de los sentidos de esa imagen es la responsabilidad que implica la invitación a asistir al banquete. Dios ha preparado todo un plan de salvación que fue ofrecido a un pueblo particular para ser compartido con todas las naciones. El pueblo no aceptó la invitación a participar de ese proyecto, entonces fue entregado a otros para que lo disfrutaran y lo compartieran.

El hecho de que la invitación se extendiera de manera gratuita a todos no significa que no haya un compromiso a la hora de participar en el banquete. A eso apunta el traje de fiesta que el invitado aquel no llevaba puesto.

Pero, ¿cuál es ese traje?

El encuentro con las dos chicas me animó a no desfallecer en mi intento de llegar a la cima. No tuvieron lástima de mi fatiga, más bien fueron empáticas y me alentaron a dar un poco más para lograr aquello por lo que había decido emprender el camino cuesta arriba. Sabiendo que el esfuerzo traía una gran recompensa, me dieron ánimos. Fueron personas de esperanza.

Creo que esa es una actitud que podríamos adoptar los cristianos en estos momentos de dolor y angustia para muchos hermanos. Ser personas de aliento y esperanza para todos los que van perdiendo la fuerza en medio del camino. Nuestra fe nos ayuda a ver más allá de las terribles circunstancias que estamos viviendo, y tal vez, muchos hayan perdido esa capacidad y ya no encuentran razones y fuerzas para seguir adelante.

Lejos está la vida, en estos momentos, de ser una fiesta. Pero en medio de estas “cañadas oscuras” que vamos atravesando, nos tenemos los unos a los otros para animarnos y no desfallecer. La presencia de Dios en el mundo se manifiesta de muchas maneras, de forma especial a través de los hermanos y hermanas que salen al encuentro para no dejarnos caer.

San Pablo, en la segunda lectura, (Filipenses 4,12-20) nos ofrece palabras de esperanza al animarnos a confiar en que Dios, quien “por su parte, con su infinita riqueza, remediará con esplendidez todas las necesidades de ustedes”.

Escalar las montañas exige esfuerzo, resistencia y un buen estado físico. El camino puede ser peligroso si no se conoce la ruta, pero cuando vas caminando y avanzando, aparecen personas dispuestas a animarte y ayudarte en caso de necesidad. La montaña te hace solidario con quien va de camino.

Es un poco parecido a lo que sucede en las fiestas. Estas son, básicamente, un espacio para socializar, las aprovechamos para compartir y contarnos lo que va pasando en la vida, y entre charla y charla van apareciendo los problemas y las dificultades que la gente va cargando. Las celebraciones nos abren el corazón para compartir con los demás, escucharlos y encontrar una palabra de aliento y esperanza.

El traje es una actitud dispuesta, abierta y adecuada para celebrar y compartir con los otros. Y ahí estamos nosotros, invitados por el rey para disfrutar del banquete. También para apoyar y consolar. Ser personas que alienten a los otros, personas de esperanza. Creo que ese sería un bonito vestido para asistir a la fiesta.  

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