la anunciacion

El cumplimiento de una promesa

Cuarto domingo de Adviento

Estamos muy cerca de la celebración del día de la Navidad. Una fiesta tan antigua como esta va desarrollando diferentes significados a lo largo de los siglos, de manera que su sentido se va renovando y así vamos comprendiendo el actuar y acontecer de Dios de formas renovadas.

Este fin de semana, el último del Adviento, las lecturas nos recuerdan uno de esos tantos sentidos, por cierto relacionado con una tradición del pueblo de Israel: la promesa de un salvador.

Aunque el lenguaje de la Biblia puede resultar extraño (expresiones como “trono de David”, “casa de Jacob”, “obediencia de la fe”, entre otras, suenan más a una serie de Netflix que a nuestra vida cotidiana) si reflexionamos un poco en el sentido de esas expresiones y tratamos de actualizarlo, nos daremos cuenta de la relación con nuestra realidad, más cercana de lo imaginado, porque celebrar el nacimiento de Jesús también es celebrar el cumplimiento de una promesa.

De eso se trata la fe en la Biblia: la relación con un Dios que promete y cumple. Aunque su contenido es siempre el mismo (la salvación), la forma como se comunica y se realiza ha sido distinta y muchas veces sorprendente.  

Una de esas promesas la encontramos en la primera lectura, en el relato del libro del profeta Samuel (2 Sam 7, 1-5. 8b-12. 14a. 16). El gran rey David logró consolidar la confederación de las 12 tribus y expandir el reino como no lo había logrado su predecesor. Israel empezó a vivir un tiempo de esplendor, la gente se sentía orgullosa de ser “el pueblo de Yahvé”, elegido para mostrar la gloria de ese Dios desconocido que ahora se manifestaba en el liderazgo de su rey. ¿Cuánto duraría este esplendor? No por mucho tiempo.

Pero Dios había hecho una promesa: la dinastía de David continuaría en el reinado y el esplendor de Dios seguiría brillando a través de su pueblo, gobernado por un líder fiel a la Alianza.

Después de la muerte de David, su hijo Salomón llegaría al trono. Su reinado también fue espléndido, pero a costa del abuso de autoridad y el sacrificio de muchos. A su muerte, el reino se dividiría en dos naciones unidas por una tradición religiosa (la fe en Yahvé) y el deseo de un salvador que los protegiera de la amenaza de las potencias vecinas más fuertes.

A medida que pasa el tiempo, la promesa de salvación va adquiriendo otros matices de acuerdo con las circunstancias históricas que vive el pueblo.

En estos días pesados de la pandemia, llenos de incertidumbre, cansancio y aprietos, las lecturas de la liturgia nos invitan a recordar una promesa de salvación que Dios hizo, siglos atrás, a un pueblo remoto y lejano, pero que se ha extendido hasta nosotros y cuyos mensajeros son quienes acogen con alegría e ilusión este mensaje, para darle esperanza a un mundo opacado por anuncios de tragedia, de futuros inciertos y atemorizantes, de dolor y muerte.

Antes de nacer Jesús, la situación política de Israel no es nada parecida a la época de David. No es una nación independiente, sino uno de los tantos pequeños reinos que pagan tributo al imperio romano para vivir con cierta libertad. El rey Herodes no es más que una ficha del imperio para mantener controlado a un pueblo problemático con unas creencias y prácticas bastante extrañas para el resto de los romanos.

La esperanza de salvación se había aguado con el paso de los años y la precariedad que ahora vivían. Pero Yahvé no había olvidado la promesa.

Entonces aparece Jesús a continuar el curso de las promesas de Dios. la historia de la natividad contradice las lógicas de los grandes emperadores: una familia pobre, un lugar de nacimiento olvidado, a merced de muchos peligros, sin ninguna conexión con las cortes reales de su época. Dios tiene otra lógica.

El mensaje que predica Jesús tiene un impacto sin precedentes en la vida de muchas personas a su alrededor, logrando generar un movimiento social que restaura la esperanza de una salvación de tipo nacionalista (como si fuera un buen político), pero que además supera las fronteras nacionales, incluyendo a otros pueblos, a otras culturas y tradiciones e integrando a aquellos que, por siglos, habían sido descartados o despreciados como indignos de recibir la salvación (mujeres, niños, enfermos, lisiados, extranjeros, entre otros). Jesús reanima la esperanza en el cumplimiento de lo prometido por Dios.

Después de la muerte de Jesús, sus discípulos, reflexionando en sus palabras, en su mensaje, en su muerte y en los encuentros misteriosos que habían tenido con el maestro resucitado, se preguntan si no será él mismo quien cumpla todas las promesas de salvación hechas por Dios, porque lo que estaban viviendo era mucho más grande que el esplendor militar, político o religioso de cualquier reino.

Entonces, como si fuera una serie de Netflix, los discípulos se ponen a la tarea de releer las promesas, de buscar en textos antiguos (Isaías y Jeremías serán unas fuentes maravillosas), de hablar con testigos de primera mano (¡ah! María, la madre del Maestro), de unir pistas y llegar a una conclusión inaudita para muchos, evidente para otros: el ungido de Dios (Mesías), el esperado descendiente de David el siervo de Yahvé del que hablaba Isaías, el salvador prometido por Dios, es Jesús. No podía haber otra respuesta ante aquello tan apoteósico que habían vivido y que el Espíritu de Dios seguía moviendo.

El relato del evangelio que escuchamos hoy (Lucas 1, 26-38) retoma precisamente el tema de las promesas antiguas, con elementos novedosos: ya no es el poder de la espada, de los tronos, de las riquezas y de las alianzas militares entre naciones, sino el poder de la “obediencia de la fe”, de la que habla San Pablo en la segunda lectura (Romanos 16, 25-27), el poder de la escucha atenta y la docilidad a la voz de Dios que habla al corazón y que transforma y recrea todo. Es el poder de la confianza en un Dios que actúa a través de lo humilde, lo pequeño, lo débil, para confundir a los sabios y poderosos. Es el poder de una promesa que jalona la vida hacia dimensiones inesperadas y saca lo mejor de todo.

De esa manera, todo lo relacionado con Jesús debía ser anunciado de una forma distinta. Ya no se trata simplemente de un anuncio bonito como el de otros tantos predicadores de su época, su liderazgo no es como el de los antiguos reyes, su propuesta no es meramente un mensaje social. Es la Buena Noticia de Salvación que opera de una forma distinta a como todos lo esperaban, pero que transforma la vida de todos los que lo acogen.

Pero también toda la vida de Jesús debía ser celebrada de una manera especial, desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección, porque él es la encarnación de ese misterio de salvación: es la personificación del “Emmanuel – Dios con nosotros”; es el Sol Invictus que celebraban los romanos en el solsticio de invierno (o Dies Natalis Solis Invictis); él es la encarnación de todas las fiestas de esperanza de nueva vida en medio de la oscuridad y el frío invernal que celebran los pueblos ancestrales.

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