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Palabras de Jesús: ¿humanas o divinas?

Una reseña de la obra de Michel Henry “Palabras de Cristo”

Iniciando el año, justo en el momento de las vacaciones, me encontré nuevamente con una obra, a manera de ensayo, que no logro definir si es filosófico o teológico.

Si el quehacer de la teología, al menos la cristiana, es comprender el actuar de Dios que se revela en las Escrituras judeocristianas y traducir dicha comprensión al lenguaje de la razón humana, entonces este es un ensayo teológico. Si el quehacer de la filosofía, por otra parte, es la comprensión y exposición también racional, es decir, mediada por el lenguaje, del ser y el acontecer humano, entonces este es un ensayo filosófico.

Me refiero al texto “Palabras de Cristo” del francés Michel Henry. Este filósofo y novelista, lee y analiza, desde la fenomenología, algunos hitos de la filosofía y del pensamiento occidental (el marxismo, el psicoanálisis, la teología cristiana occidental, entre otros).

La obra se divide en 9 capítulos con cuatro ejes temáticos:

  • “Las palabras de Cristo considerado como hombre, dirigiéndose a los hombres en el lenguaje de estos y hablándoles sobre ellos”.
  • “Las palabras de Cristo considerado como hombre, dirigiéndose a los hombres en su lenguaje, ya no para hablarles de ellos, sino de sí mismo”.
  • Diferencia entre la palabra humana en general y la palabra de Cristo, considerada como Palabra de Dios.
  • La posibilidad de la escucha, por parte de los hombres, de una palabra divina.

Con agudeza, el autor se pregunta por la esencia o la naturaleza de las palabras de Jesús, siendo ellas palabras humanas y divinas a la vez, lo que podría suponer una contradicción. ¿Es posible comprender a Dios? Dicho de otro modo, si las palabras de Jesús son las palabras de Dios, ¿cómo es posible que los hombres puedan comprender sus palabras, siendo estas divinas? ¿Se podría equiparar la palabra de Cristo con la palabra humana? o ¿hay alguna diferencia ontológica que sea necesario considerar para interpretar dichas palabras?

Al responder a estas preguntas, Henry expone la naturaleza del lenguaje humano y las contradicciones que ella puede entrañar, como la posibilidad de falsedad. Entonces surge una pregunta fundamental y compleja: si Cristo comparte con los seres humanos su condición finita al hacerse carne, ¿lo mismo ocurre con sus palabras? ¿Cuándo las palabras de Cristo son divinas y cuándo humanas?

Michel Henry. Filósofo y novelista francés.

Si la palabra humana, por ser humana, no tiene la capacidad de infundir vida, la palabra de Cristo, con ser palabra divina, sí la tiene. En esto consiste la radical diferencia entre la Palabra de Dios (Palabra de Vida) y la palabra humana.

Cuando Cristo habla a los hombres sobre ellos mismos, sus palabras se constriñen a su naturaleza humana, de modo que, en ese caso, las palabras de Cristo son, en suma, una ética. Pero cuando habla sobre sí mismo, las palabras de Cristo son palabras divinas, no sujetas a las contradicciones propias del lenguaje humano.

En los tres primeros capítulos, Henry se refiere a las palabras de Cristo como palabras humanas al hablarle a los hombres sobre ellos mismos. Al hacerlo, trastoca la condición humana, es decir, mina los cimientos de aquello que hemos llamado “experiencia humana”, los criterios y parámetros sobre los cuales se construyen las relaciones y, por lo tanto, la propia experiencia de uno mismo.

Para comprender esta crítica, partamos de esta afirmación: “el hombre no es inteligible en realidad más que en su relación interior con ese absoluto de Verdad y Amor que llamamos Dios”. Dicha afirmación parte de las palabras de Jesús en el evangelio de Mateo: “tu padre, que ve en lo secreto” (Mt 6,6). Lo secreto no es simplemente lo contrario a lo visible; se refiere a la intimidad de la relación interna que define ahora la realidad del ser humano: “Así es como la relación humana resulta trastocada al no recibir ya su ser de la luz del mundo en el que los hombres y las mujeres se miran, luchando por su prestigio, sino de su relación interior con Dios, y de la revelación en que consiste esta relación nueva y fundamental”.

Seguidamente, el filósofo francés se dedica a analizar las palabras de Cristo, ya no hablando a los hombres sobre ellos, su condición y la necesidad de trastocar los fundamentos de las relaciones interpersonales, sino sobre sí mismo como Hijo de Dios. No pretende el autor definir los parámetros de la divinidad de Jesús como un ejercicio de teología dogmática, sino preguntarse por la posibilidad de comprensión de dicha afirmación, a la luz de unas palabras divinas (Palabra de Vida) frente a unos interlocutores humanos.

La gran dificultad que se presenta a la hora de comprender las palabras de Cristo como palabras divinas es que el hombre, olvidando su relación fundamental íntima con Dios como fuente de vida (no solo vida en general, sino de la propia vida, individual y concreta de de cada ser humano), solo se atiene a los criterios de las palabras humanas, o mejor, de las palabras del mundo, que serían, en últimas, los discursos o narrativas por medio de los cuales el hombre se dice y se comprende a sí mismo desde el principio de reciprocidad que es, a fin de cuentas, meramente exterior.

Aquí es importante anotar la diferencia que hace el autor entre “palabra del mundo”, “palabra humana” y “palabra de vida”. La primera es aquella que solo habla de la exterioridad de las cosas, de lo que aparece o se ve. Esta es una palabra indiferente ante la realidad de lo que se dice, porque es incapaz de establecer o crear la existencia de lo que habla. Se limita a designar la realidad, pero no la crea.

La Palabra de Vida es la palabra divina, la que habla de dicha interioridad invisible de donde le viene la vida al ser humano. Al hablar de lo invisible, la Palabra de Vida, dice el autor, es inaudible, o mejor, requiere silencio:

“…nadie la ha oído jamás en modo en que se oye un ruido del mundo, un sonido que resuena en él. Nadie la ha oído… usando el sentido del oído. No se accede a la vida, a la de los otros, a la de Dios, por medio de los sentidos. Aquellos que entran en los conventos para oír mejor la palabra de Dios no esperan oírla como oirán el ruido de la fuente en el claustro o el silencio del claustro cuando la fuente deja de manar. El silencio del claustro no es más que la ocasión, al hacer callar los ruidos del mundo, para oír un silencio distinto, que no está hecho de la disminución del número de decibelios [sic] o de su ausencia. No es un silencio en el que no hay ruido, es un silencio en el que no puede haber tal cosa, puesto que, allí donde se guarda, ningún sentido es operativo – ningún oído -, de tal modo que ya no es posible sonido alguno. Este silencio, sin embargo, no es el del mutismo, es aquel en el que habla la plenitud sin fisuras o quiebres de la vida”.

Por último, la palabra humana es donde converge la palabra divina y la del hombre; es la palabra pronunciada e inteligible que no habla simplemente de exterioridad sino de la invisible e insustituible interioridad, y por ende su relación con el absoluto de Verdad y Amor, que le engendra y le da constantemente la vida. Por lo tanto, si es posible comprender las palabras de Cristo, que no son del mundo sino Palabra de Vida, es porque ellas hablan a la interioridad del ser humano, al corazón, que se convierte en el órgano invisible de la audición.

Por tanto, “el destino del hombre se juega en la escucha de la Palabra” no como simple exterioridad, lo que aparece (porque en últimas se reduciría a una simple ética), sino como desveladora del fundamento íntimo y radical de cualquier existencia humana.

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