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En memoria mía…

Luis Fernando González Gaviria

“¿Qué es un rito? – dijo el principito.
– Es algo también demasiado olvidado – dijo el zorro.
– Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas”.

El principito, capítulo XXI 

 
Ocupamos y no habitamos, aquí radica nuestra inconsistencia vital. El que ocupa está a merced del vaivén de las circunstancias, nada le satisface, siempre necesita lo novedoso para poder sosegarse. Quien habita está consciente de su devenir, camina, comparte, vive (Cfr. Mateo 6, 25-34). Esta distinción se agudiza en tiempos precarios como este, forzados a ocupar la casa, nos olvidamos de habitarla. La crisis tiene nombre y se llama rutina, presión que lleva al desborde existencial, límite que hastía. Dios no ha escapado a esta necedad, parece que estamos ocupando un lugar más en la fe y no estamos habitando conscientemente la experiencia que nos convoca.

Una frase sugestiva del maestro Eckhart, teólogo del siglo XIII, ilustra la insoportable carga que implica un Dios deformado, dice: “Pido a Dios que me libre de Dios”. El confinamiento agudizó este malestar, llevándose por delante la realidad sacramental en la cual Dios se expresa. Antes de este momento coyuntural, la celebración ritual, propia del cristianismo, había quedado fracturada por la poca cercanía que implica palabra y gesto en la expresión litúrgica. Hombres y mujeres no se identificaban, no entendían, no captaban lo que celebraban, llevándolos a un grito agónico que pedía ser liberados de los ritos y al mismo tiempo, de un Dios insoportable.

La expresión más clara de este profundo agotamiento, se evidencia en la distancia indiferente con los espacios que tejen nuestra vida. Ya no hay diferenciación, estamos siendo presas de la dictadura de lo igual, todo parece lo mismo. No es sólo un problema religioso el que se plantea, es ante todo, una crisis antropológica de sentido que permea todas las áreas de la existencia, así,

El mundo sufre hoy una fuerte carestía de lo simbólico. Los datos y las informaciones carecen de toda fuerza simbólica, y por eso no permiten ningún reconocimiento. En el vacío simbólico se pierden aquellas imágenes y metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida. Disminuye la experiencia de la duración. Y aumenta radicalmente la contingencia (Han, 2020, p. 12).

La vida toma profundidad cuando se comparte, cuando se genera una alteridad capaz de ampliar el horizonte compartido. La pasividad antropológica suscita un narcisismo exacerbado, creyendo vagamente que la fragilidad propia es capaz de colmar y satisfacer los anhelos hondos de la existencia. Al desaparecer los símbolos que generan vínculos en el rito, el ser humano se experimenta más menesteroso que nunca. No es “ir al templo” porque así está establecido, es tener mirada aguda para captar lo que acontece en aquel espacio y en otros tantos que nos salvan. La rutina se está devorando los lugares de salvación, es decir, estamos deshumanizando el mundo renunciando al símbolo expresado en los ritos celebrados diariamente. De esta manera, “lo simbólico como un medio en el que se genera y se transmite la comunidad está hoy, con toda claridad, despareciendo. La pérdida de lo simbólico y la pérdida de lo ritual se fomentan mutuamente” (Han, 2020, p. 17).

La última Cena (1500) - Plautilla Nelli - Religiosa Dominicana.

Las bondades de la tecnología son evidentes, pero esas bondades están siendo pagadas a un precio muy alto. La digitalización ha extremado procesos de insatisfacción que desembocan en frustraciones agudas. Nada podrá superar el encuentro con el otro. Esta dinámica de relación está inscrita en lo que somos, fundamenta nuestra existencia, somo huella de otredad. Para los hombres y mujeres de fe, esta expresión es muy importante, pues en el encuentro y el rito se comparte vida, tacto, palabra y gesto (Cfr. Juan 13, 1-18). Así, “la comunicación digital es una comunicación extensiva. En lugar de crear relaciones se limita a establecer conexiones” (Han, 2020, p. 18).

Los sacramentos son expresión de la Encarnación y la Pascua. En esta tensión vital es donde la fe cristiana se vive en profunda humanidad, donde es nuestra, donde Dios desborda el concepto y se hace experiencia. Perder el rito no es perder a Dios, es perdernos a nosotros mismos. La herida que produce renunciar al símbolo y desechar los ritos genera caos y desorientación, pues quedamos a merced de la superstición. Por eso, el estar congregados en casa, permite reconciliarnos con nosotros, los otros y con Dios. No se puede olvidar que el lugar originario de nuestra fe es la casa, allí hunde sus raíces primeras (Cfr. Lc 22, 7-13; Hch 2, 42-47; 1 Cor 16,19; Col 4,15; Rm 16,5; Flm 2). Hacer un nuevo camino con Dios, implica tomarnos en serio la casa como lugar de revelación y celebración.

Resemantizar los tejidos simbólicos y rituales, empezando por el hogar, permitirá al sacramento volver a entrar en sintonía con los hombres y mujeres del presente, entregándoles vida y fecundidad, así,

“el cristianismo se comprende a sí mismo, ante todo, no como un sistema arquitectónico de verdades salvíficas, sino como la comunicación de la Vida divina dentro del mundo. El mundo, las cosas y los hombres son penetrados por la savia generosa de Dios. Las cosas son portadoras de salvación y de un misterio (Boff, 2015, p. 20)”.

Más allá de novedades, que traen un alto grado de insatisfacción, el susurro de lo simple y sencillo vuelve a establecerse como opción viable para generar una nueva relación con el rito. No sacrifiquemos profundidad por miedo, encuentro por confort, comunidad por ausencia. Volvamos, pero de otra forma, rompamos las dinámicas acostumbradas y dejemos que Dios acontezca en lo que somos. Entre la casa y el templo Dios sigue revelándose, su Palabra, que tiene rostro y presencia, es capaz de abrirnos un horizonte nuevo de celebración en esta hora de la historia.

Termino con esta bella cita,

“los rituales son procesos de incorporación y escenificaciones corpóreas. Los órdenes y los valores vigentes de una comunidad se experimentan y se consolidan corporalmente. Quedan consignados en el cuerpo, es decir, se asimilan corporalmente. De este modo, los rituales generan un saber corporizado y una memoria corpórea, una identificación corporizada, una compenetración corporal (Han, 2020, p. 23)”.

Las palabras de Jesús nos convocan de nuevo: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19). Pan, vino y hermano, tres palabras en las que se teje la vida, vida que se hace memoria, memoria capaz de salvarnos.

Referencias:

  1. Boff, L. (2015). Los sacramentos de la vida. Santander, España: Sal Tarrae.
  2. Han, B-C. (2020). La desaparición de los rituales. Barcelona, España: Herder.

Luis Fernando González Gaviria es teólogo de la Universidad Católica Luis Amigó, Medellín; magíster en Teología de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín y doctorando en Teología de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín. Además es docente Universitario de Teología y Antropología y ha sido columnista de medios de comunicación escritos en Colombia, como el periódico El Mundo. 

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