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Desierto y montaña

Segundo Domingo de cuaresma

Vamos avanzando en el camino cuaresmal. Hace ocho días, el evangelio nos decía que Jesús fue impulsado al desierto para ser tentado. Decíamos además que las tentaciones son circunstancias que se presentan en el camino de la vida para cernir nuestro corazón y poder reafirmar nuestra decisión de ser fieles a lo que Él suscita en nuestra alma.

Para Jesús, las tentaciones no son trampas sino trampolines para hacer más perfecta su unión con el Padre y permanecer fiel al proyecto del Reino de Dios, hasta finalmente dar todo de sí mismo por ello.

 Ahora vamos a una escena diferente, la transfiguración (Marcos 9, 2-10.) Hagamos un paralelo a manera de contraste con el relato de las tentaciones.

Jesús sube a la montaña, con tres de sus discípulos y allí se transfigura. En el desierto Jesús está solo, no tiene testigos ni compañeros.

En la montaña, Jesús tiene a sus discípulos como compañeros, pero además a Moisés y Elías, quienes, podríamos decir, sirven como testigos de la autenticidad de su misión. En el desierto no hay palabras, no hay voces divinas, no hay manifestaciones. Solo las tentaciones hablan, hacen ruido.

En la montaña, Jesús se vuelve radiante, los discípulos expresan su admiración y se oye una voz del cielo: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo”. Las tentaciones tienen un sabor de despojo, de deshacimiento, de muerte. La transfiguración tiene un sabor de resurrección, de afirmación, de vida. De hecho, los discípulos reciben la instrucción de no hablar de estas cosas hasta que “el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos”. No hay referencia al sufrimiento sino a la nueva vida que recibirá Jesús.

La montaña de la transfiguración es la otra cara de la moneda en esta narrativa cuaresmal. Desierto y montaña. Tentación y transfiguración. Lucha y victoria.

Sermón de la Montaña - Rudolph Yelin

Junto a estos dos relatos (las tentaciones en el desierto y la transfiguración), aparece el contraste entre la lectura del Antiguo Testamento (Génesis 22, 1-18: la prueba de la fe de Abraham) y la del Nuevo Testamento (Romanos 8, 31-34: el himno al amor divino).

Abraham es puesto a prueba por Dios, quien le pide a su hijo Isaac en sacrificio. Isaac es el único hijo, fruto de la promesa, esperado por muchos años, y quien llega casi cuando toda esperanza se había agotado. Este relato, de una profundidad tremenda, tiene muchas aristas y ha sido estudiado desde enfoques teológicos, psicológicos, espirituales, históricos, etc. Solo quiero notar el contraste lingüístico entre las expresiones de esta narración y el texto de Romanos.

Génesis 22,2: “Y Dios le dijo: ‘Toma a tu hijo único, Isaac, a quien tanto amas… ofrécemelo como sacrificio”.  Romanos 8, 31b: “Si Dios está a nuestro favor, ¿Quién estará en contra nuestra? El que no escatimó a su propio hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a estar dispuesto a dárnoslo todo, junto con su Hijo?

Este contraste da cuenta de un cambio radical en la forma de entender la divinidad. Se ha dicho que el relato del sacrificio de Isaac es de tipo etiológico, es decir, quiere explicar un cambio cultural importante: el pueblo de Israel rechaza los sacrificios humanos como parte de sus rituales. Más allá de esta explicación, el texto nos conecta con una realidad profunda: la relación de Alianza que Dios establece con Abraham le exige que le entregue todo lo que le pertenece porque Dios, a su vez, le dará todo lo que necesite. Aún siendo Isaac el hijo de la promesa, Abraham no puede hacer depender su relación con Dios de su hijo muy amado. Dios exige una exclusividad pasmosa.

Por otra parte, San Pablo, que ha captado la novedad del mensaje del Reino de Dios predicado por Jesús, ahora entiende que el Padre no exige, sino que lo da todo. Unos capítulos antes, en la misma carta a los romanos, dice: “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Romanos 5, 11).

Por lo tanto, la única petición de Dios para los hombres y mujeres fue expresada en esa única vez que Dios habla en todo el evangelio de Marcos, la voz misteriosa que vino de la nube en el momento de la transfiguración: “este es mi Hijo amado, escúchenlo”. Escuchar al Hijo, a Jesús, dejarse guiar por él, recibirlo como ofrenda, como regalo.

Para todos aquellos quienes, pasando por tentaciones, pruebas, desiertos, arideces, dificultades sin tregua, piensan que están solos en la lucha y no hallan consuelo, las palabras de San Pablo son bálsamo y aliciente: con Jesús, Dios nos lo da todo. Y Él, que entrega todo de sí, no se reserva ni siquiera su Espíritu, es decir, su vida misma, comunicándose a manos llenas a todo aquel que quiera recibirlo.

Los compromisos adquiridos pueden hacer de la vida un desierto. Ser fiel al corazón nos pone en situaciones de lucha, de confrontaciones profundas, de batallas interiores que nos sacuden. Vivir con intensidad trae momentos de angustiosa aridez. Pero ese mismo camino de fidelidad a uno mismo también nos lleva a experimentar la gloria, es decir, la alegría y la paz que solo vienen de Dios, no de las cosas y las posesiones, no de los logros personales y los apegos, transfigurando nuestros desiertos en montañas luminosas.

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